LA CRUEL MARTINA - EL FINAL INESPERADO

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En aquel caluroso día de la primavera el muy ducho se había dado modos de estar a solas con Martina, alejando de la casa a tía Petrona, con el encargo remunerado de conseguir un buen plato de chicharrón. Cuando volvió la vieja sin el chicharrón inventado por Ardiles, todo había pasado. Martina lloraba con las ropas desgarradas, lamentando que el cortaplumas se perdiera porque el violador lo había arrojado desde el corredor, por sobre la huerta de tunas, indudablemente hasta lo más profundo de la quebrada cubierta de matorrales.

—Supaypa wachasqan kqara — (Hijo del diablo, ocioso, pelado) había escupido tía Petrona — Mañana mismo voy a quejarme al Subprefecto.

—Si vuelve lo mato, juro que lo mato — amenazaba Martina.

El nuevo ser, que curvaba como un firmamento su vientre rebelde y ultrajado, se puso a obsesionarla, como amenaza implícita en el fondo de ella misma. Desde el impacto de la revelación, lloraba sin consuelo porque iba a tener un hijo, como otras lloran por haberlo perdido. Sin embargo, nada hizo por secundar los frecuentes consejos acerca de esfuerzos musculares, de tocamientos y de yerbas a tomar que podrían procurarle el aborto. Un oscuro terror orgánico, especie de miedo visceral, la poseía paralizándola en los proyectos. Pero al correr los días, en sus entrañas, como juntado con los microscópicos caudales de los vasos sanguíneos y secretores, brotaba un río violento de despecho y de odio que la recorría entera y que caía como una cascada de fuego sobre su inteligencia atormentada. Desnutrida, demacrada, fantasmal, desvelada, con los ojos abiertos a una realidad que no parecía temporal ni suya, la mal llamada Cruel Martina, soportó el trance, en tensiones contrapuestas, hasta los siete meses pasados de su dramático embarazo. Y de pronto, la tempestad de sombras y fuego que la envolvía, se disipó. En sus ojos extraviados nació una claridad apacible de amanecer campesino. A los labios exangües, de gesto rencoroso y altanero, asomó como un botón de rosa en primavera, el tímido encanto de la sonrisa. Y mientras maduraba, doliente, su cuerpo descuidado por el abandono y el desconcierto, toda ella parecía afirmarse en un lento gesto de integridad señorial, que no era, ni resignación cristiana, ni orgullo luciferino, sino ciertamente las dos cosas a la vez. Un rudo sentimiento de seguridad, de problema resuelto y camino encontrado, en su fondo había pasado, como una ronda angelodemoníaca, la batalla del bien y del mal, para dar paso a un conato de revancha en vigilante acecho que parecía haber re-suelto extrañamente sus complejos de dolorosa humillación y resentimiento.

Ya era madre. Amamantó al niño algo más de treinta días en su penumbroso rincón de la tienda, casi siempre cerrada, mientras andaba penosamente por la casa la viejísima tía Petrona. Cuidaba y cebaba al niño, sin ternura, sin sensibilidad materna, como si estuviera cebando un lechoncillo. Tía Petrona percibía algo irregular en esta madre primeriza, pero lo atribuía con razón a su carácter desequilibrado y al hecho de la maternidad forzada.

—Tú no quieres a tu hijo como cualquier madre —la reprochó una mañana.

—Es que tampoco soy como cualquier madre. Yo no he nacido para esto. Ese Corregidor no es de aquí. Nunca lo hemos conocido para esto. Nunca lo hemos conocido en el pueblo. Estoy segura que se trata del mismo diablo.

—Pudiera ser. Pero estos forzamientos no son raros en los pueblos y los cometen personas conocidas y distinguidas.

—Con eso yo no tengo que consolarme. El chico éste no me va a dejar vivir ni trabajar y me llena de vergüenza. Esto no se va a quedar así.

—Estaría bien que vayas a confesarte. Hace mucho que no oyes misa.

—Una mujer como yo, no puede entrar al templo. Para librarme de esta afrenta yo sé lo que tengo que hacer. Lo único que te pido, es que no te metas.

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