HIERE, NEGRA ESPINA

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melancólico, como su último guardián y eterno testigo. Hay miradas así, como veladas y ausentes, que
no se fijan más que en aquello que cae y se desvanece. A la luz del crepúsculo, en el tamiz de los días
vacíos, ese fulgor conserva su alma seductora: que
asome por allí un niño, por ejemplo, y se lo tragará.
El niño aparece, precisamente; el muchacho. Por
uno de los tragaluces que se abren en el tejado de
la casa, vigila el sol declinante y la montaña, cuya
cima pronto se teñirá de púrpura. Es un momento fugaz, que es preciso saber atrapar, un instante
de azoramiento -esa deliciosa desazón que anuda
algunos puntos sensibles del cuerpo mientras los
colores del mundo zozobran en el exceso y la extrañeza, violentos, desgarrados e inquietantes como un grito-. Entonces la casa parece más vasta,
más secreta, y el niño siente hasta qué punto está
perdido. Sabe, con ese saber que procuran los sentidos tensados al límite, que el desván, a esa hora,
es un lugar peligroso, que incita a pensamientos
desviados e indecibles. Es por eso por lo que el
chiquillo acude -como si tuviera una cita consigo
mismo, consciente de estar allí en una avanzadilla de su soledad- a ese lugar donde terminan los
territorios comunes y donde, en su juventud sin
inocencia, asume el riesgo de indagar en su corazón. Y es por eso también por lo que, cogiéndola
de la mano, lleva a su hermana pequeña.

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