HIERE, NEGRA ESPINA

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más vasto que el de la primera infancia. Y el chiquillo, que no tiene más de diez años, experimenta, en lo más hondo de su corazón, un júbilo sombrío cuando piensa hasta qué punto aquella niña
le pertenece y cómo ella consiente esa sumisión
que la hace madurar, la ennoblece.
Ya a esa edad, el parecido entre ambos es asombroso. Todo el mundo repara en ello: la misma tensión penetrante y la misma oscuridad en la mirada, la misma obstinación en los labios apretados,
el mismo mentón a la vez firme y delicado, decidido y sensible. Cuando el hermano contempla el
rostro de la hermana, ve exactamente el camino
que ya ha recorrido y percibe en los ojos que se
alzan hacia él el brillo y la frescura de aquel que
fue, y el exceso de ternura, ese exceso al que propende su amor, le hace daño, le quema, lo asola.
Entonces mira un poco más fijamente a la niña y
ésta a su vez lo mira más fijamente también, y, en
esa fijeza que los ata con fuerza, el muchacho, que
por el momento posee la ventaja de disponer de
un pensamiento más ágil y avispado con las palabras, comprende que esa chiquilla es, sin lugar a
dudas, aquella que trae la tiniebla -aquella a través de la cual fluye la tiniebla, más luminosa en su
necesidad que la propia luz-. La pequeña responde con intensidad a la intensidad. Y a la violencia,
con la misma violencia. A la audacia y al vértigo,

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