HIERE, NEGRA ESPINA

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El niño tiene diez años y su hermana acaba de
cumplir cinco. De entre todos los seres que viven
en la casa, el hermano reconoció en ella, desde el
principio, a «aquella que trae la tiniebla». Esa necesidad se instaló entre ellos desde los tiempos de
las primeras miradas y de los primeros contactos, y
se ha convertido en una oscurísima fuerza de atracción debido a esos ojos negros que ambos poseen
y con los que, la mayor parte del tiempo sin pronunciar una palabra, saben entenderse, maravillándose cada cual por la presencia del otro y compartiendo ambos ese silencio oculto que constituye,
quizá, el fondo del alma, con su fardo de sueño y
de deseo, y que, en los niños que se aman, hace de
cada uno el doble fascinante del otro... o su promesa, cuando menos; el anuncio de una identidad
maravillosamente multiplicada en su replicación.
El hermano y la hermana, inseparables, son
cómplices en el misterio. En cuanto el mayor se
levanta, la pequeña se le acerca, desliza su mano
en la de él y se deja guiar. El jardín, el sótano, el
desván, el cobertizo donde se guarda la calesa, el
umbroso establo donde el caballo respira pesadamente, rodeado de sus olores... todos esos lugares
son escenario de mudas celebraciones. La niña se
siente protegida cuando está cerca de su hermano, pero también como por delante de sí misma,
arrastrada a compartir los secretos de un mundo

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