Capítulo 01.

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𝐏𝐑𝐈𝐌𝐄𝐑𝐀 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄: 𝐑𝐄𝐂𝐔𝐄𝐑𝐃𝐎𝐒.


Le resultó incómodo mirarse en el espejo esa mañana. Su autoestima era algo inestable, un día podía sentirse el ser más hermoso del país y al siguiente, una completa basura que solo debía mantenerse escondida en un basurero o bajo las sábanas en su defecto. Los comentarios despectivos de su madre no ayudaron y Aegir tampoco hizo un esfuerzo para cambiar su propia actitud. Pasó sus dedos por la larga cicatriz —una de tantas— que cruzaba su rostro y suspiró. Roto.

   —Voy a trabajar —murmuró el chico en voz baja.

   No había ningún entusiasmo en su voz, ni se despidió con cariño de las mujeres presentes. Dahlia, su madre, solo le dio un beso incómodo en la mejilla derecha y Dalenna, su hermana menor, lo ignoró igual que todos los días. Al menos ella no lo saludaba físicamente.

   Con el paso del tiempo, Aegir desarrolló un disgusto particular por los saludos físicos o, mejor dicho, por su familia y su cercanía. Podía aceptar cuando los padres de Ran lo abrazaban con mucho amor, pero nunca a su propia madre. La odiaba. Muchísimo. No era un simple enojo, era odio puro, rencor y una infancia llena de malos recuerdos.

   —Cuídate mucho, hijo —saludó Dahlia.

   «No eres mi madre» fue lo que quiso decir Aegir, pero se contuvo y asintió con la cabeza, sin sonreír ni devolverle el beso, y salió del pequeño monoambiente en el que vivían los tres, prácticamente sin privacidad alguna. En diecinueve años nunca tuvo una habitación propia y el simple hecho de tener una cama para él era un privilegio porque ni siquiera vivían en un edificio.

   Caminó de forma silenciosa por los pasillos del refugio para mujeres y sintió la libertad cuando puso un pie en la acera. El viento golpeó su rostro, levantó ligeramente su cabello castaño y suspiró con pesadez mientras la nieve caía sobre su cuerpo. Los días en los que no tenía autoestima odiaba todo. Casi todo.

   Sacó de su bolsillo su celular, un Blackberry 9360. En pleno 2019 Aegir era, probablemente, el único noruego con eso en las manos y que todavía lo usaba. Le gustaba responder que lo tenía por nostalgia y porque, pese a ser joven, no entendía la tecnología nueva, aunque en realidad sólo era un chico pobre que nunca conoció el lujo de un celular táctil. No uno propio, al menos.

   Apretó las teclas para escribir un mensaje de texto al amor de su vida, Ran: «Voy a trabajar. Ten un lindo día en la uni. Pasaré por ti. Te amo».

   Se sintió mal por no poder poner emoticones de corazones como otras personas hacían, pero no tenía más opciones. Lo poco que ganaba con su trabajo de medio tiempo lo usaba para ayudar a Dahlia a pagar por el monoambiente y salía con Ran a algún lado, aunque fuera pequeño. Y sí, le daba mucha vergüenza.

   Caminó pocas calles hasta el restaurante de comida china, donde consiguió empleo pocos meses atrás y empezó el día con mal humor, oliendo a fideos wonton y llevando arroz chao fan sobre una bicicleta que, amablemente, su jefe le prestaba. De otro modo, sería el único repartidor de diecinueve años en ir caminando muchas cuadras.

   Estaba cansado de trabajar como repartidor, pero ¿qué más podía hacer? La gran mayoría de lugares pedía los estudios medios completos y los que no tenían de requisito obligatorio mucho tiempo de experiencia. Se maldijo a sí mismo. Si no hubiera abandonado la escuela media a los dieciséis por trabajar, tendría cosas para presentar en su currículum... O eso es lo que él pensaba porque la realidad suele ser muy diferente a lo que todos creemos.

   Para su poca buena suerte, en un pequeño local de comunidad china lo recibieron con los brazos abiertos y con un sueldo que apenas rozaba el salario mínimo, pero era suficiente para poder mantenerse a sí mismo en casos de emergencia, mas no podía permitirse todavía lujos como un celular moderno, alguna computadora portátil ni la ropa que le gustaba. Diecinueve años y aún seguía siendo un maldito pobre (sus palabras propias).

Cinco días.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora