Capítulo 5

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Su tutora se había ido, y desde ese momento él solo se fue a encerrar a su cuarto. No le contestó a la chica cuando ésta golpeó la puerta dos veces, pidiéndole permiso para entrar y ofrecerle algo para comer. No. No cedería ante esa... mujer.

Era injusto. Su papá lo estaba haciendo bien, habían pasado mucho tiempo juntos, lo iba a buscar y dejar al dojo, comían lo que su tío Kiri o su tía Mina les traían y se quedaban viendo caricaturas hasta dormirse. No leían historias, porque nadie era mejor que su mamá para eso, pero ella no estaba.

No, su mamá se había ido a un lugar muy lejos y no lo llevó. Y la extrañaba. Extrañaba mucho sus historias, sus cariñitos en su cabeza que lo relajaban, los pequeños entrenamientos en casa de judo y sus deliciosas comidas.

Su estómago gruñó al recordarlo. Claro, no había comido todo su almuerzo y no había aceptado la merienda porque quería molestar a su niñera. Por su culpa, ahora su papá no estaba tanto tiempo en casa, y ese sobreesfuerzo que hacía para agradarle era nauseabundo. Su papá debía despedirla, así él volvería a pasar tiempo y jugar con él.

Pero, ¿cómo? La mujer parecía decidida a quedarse y obviamente él no quería. Con la niñera anterior no necesitó tanto esfuerzo, solo dijo un par de malas palabras, azotó puertas y se portó mal, ¡¿por qué con la Mujer Mejillas no funcionaba?! Haber despreciado su comida parecía ser un buen plan, pero no resultó y ahora él tenía demasiada hambre. Su estomaguito volvió a gruñir, haciendo que frunciera su ceño.

—Cállate, traidor.

Recordó la comida que su mamá le hacía: de todo tipo, de casi todos lados del mundo. Su mamá sabía bastante, y siempre le contaba como había aprendido a hacer tal o cuál platillo, dándole su toque especial. El katsudon era su especialidad, por eso cuando la mujer Mejillas lo hizo, le reclamó. Nadie podía hacer algo tan rico como su mamá, y ella se atrevió a no solo realizarlo, sino a buscar su receta para copiarlo. Y aunque odiara admitirlo, le había quedado rico, pero no podía decir tal cosa. Por eso comió tan poquito.

Gruño, gruño.

—¡Bien! —exclamó a la nada, alzando sus bracitos dramáticamente.

Dejó de lado su libreta de dibujos y bajó a la cocina. Su niñera estaba sentada en la isla, volviendo a revisar el recetario de su mamá. Arrugó su entrecejo y caminó dando fuertes pasos para avisar que ya estaba ahí. Ochaco volteó a verlo sorprendida, cerrando rápidamente el cuaderno.

—Kenta, ¿estás bien? ¿te pasó algo?

Ugh, esa falsa amabilidad otra vez. Se enojó más al ver su cara de preocupación hacia él. No le dijo nada, solo arrastró el taburete que estaba al lado provocando un molesto ruido y se ubicó allí. Se recostó sobre la mesa y miró el recetario cerrado, la mano de la chica sobre él.

—¿Por qué sacaste eso?

La castaña parpadeó un par de veces, siguió la mirada del pequeño hacia el cuaderno y sonrió un poco.

—Oh. Bueno, quiero aprender a hacer bien todo lo que está aquí. Yaomomo me dijo que aquí están todos tus favoritos y quiero hacer un buen trabajo.

Cada palabra le enojó de sobremanera. Su modo de demostrarlo fue arrugando su entrecejo a más no poder, sus dientes comenzando a apretarse.

—Aunque —continuó, al parecer sin darse cuenta del estado del niño—, sé que nunca podré igualar a como son originalmente. Lo hizo la señora Bakugo, ¿verdad? —miró a Kenta, esperando confirmación. El pequeño se removió un poco—. Lo supuse. Tiene una letra hermosa y sus recetas son muy claras. De seguro le debe quedar todo muy sabroso, ¿no?

Educando a mi JefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora