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—¡Kate! —gritó Fran—, ¡Despierta, que llegaremos tarde a la obra!

La niña abrió los ojos, y aún con aquella inercia del sueño pesando sobre su pequeña cabeza logró sentarse en el borde de la cama. El estómago se le revolvía y la acidez era casi como una llama encendida en la boca de su pecho, haciendo que solamente un ligero quejido salga de su boca. Ver una obra de teatro como William Tell, lleno de música clásica bramando desde la sección de orquestas, y un grupo de personas interpretando a los personajes. William (Guillermo) Tell, lanzando la mítica flecha hacia la manzana de la cabeza de su hijo —y cargando otra para darle al rey en caso de que esté muera—, o la persecución final. Obviamente las obras que daban en ese estado no se comparaban con las de Broadway ni un poco, pero aún así tenían buen equipo y buena gente trabajando en ello. Ver La Divina Comedia, y sorprenderse al ver los círculos del infierno fue algo que a ella le marcó de por vida.

La de la habitación le enceguecía, era casi como ver el sol para ella, que no había despegado los ojos en toda la noche. Parecía que le había dado un sueño bastante profundo, y más de los que solía tener. Fran, la adolescente inhibida y tímida, se dirigió hasta la cocina, y ahí fue cuando Kate recordó que la noche anterior le había pedido que la despertase horas antes de salir. El sol había salido ese día de verano a fines de la década de los noventa, tragedias como la muerte de Kurt Cobain habían dado lugar esa época, y sin duda, más de esas podían llegar a acercarse para más adelante. Kate dio un salto de fe al suelo de su habitación, confiando en que la cama no la devolvería al sueño de un tirón, y sobándose los ojos salió de la habitación. A sus casi ocho años ella había aprendido un poco de responsabilidades, y algunos trucos que su hermana usaba para no dormirse en el camino al instituto; aquel lugar al que Kate le hacía preguntarse «¿Cómo es posible que mi hermana se quede ahí más de ocho horas seguidas estudiando y lejos de su madre?», pero que Fran comprendía bien, ese placer de sentir que poco a poco iba adquiriendo autonomía e independencia para realizar tareas de un adulto responsable, y que quizás un universitario vería como si fuese un juego de niños definitivamente, el hecho de los chismes, y de los amoríos escolares después de salir de ahí perdía poco a poco el sentido, el cual terminaba desintegrándose en la mismísima nada. De la Fran amante del grunge, la próxima que iba a ir al secundario y a la escuela preparatoria era Kate, o al menos una versión algo emo de ella, la cual se la pasaría fingiendo que la muerte no existe, y negaría darle vueltas a esa situación.

La pequeña Kate se dirigió a cepillarse los dientes, y después se lavó la cara para despabilarse. Se bañó, tal cual la televisión le había enseñado, y salió de la tina para bajar a desayunar. A ella le tocó cereales con leche en un Bowl de plástico, mientras que Fran tomo dos cafés que sus padres le habían dado. Un sábado de vacaciones de verano, se alistaron para salir de viaje a la ciudad, aquel lugar al que mucha gente adolescente de Rawberry deseaba adquirir viviendas para formarse en el mundo empresarial. Oficinas con muchos cubículos se encontraban en el centro, teatros, museos, organizaciones de todo tipo. Los restaurantes abundaban en esa zona, y la gente solía comer en ellos muy a menudo por las noches antes de regresar. Ahí se llenaba de cantantes, saxofonistas y de vez en cuando entraba un comediante a hacer su monólogo gracioso sobre la vida cotidiana, pretendiendo que la gente se identifique con este.

Esa mañana partieron en su vehículo a eso de las nueve de la mañana, llegando a la una de la tarde a aquel lugar. Las rutas fueron largas, y Kate se entretuvo mirando las vacas pastar por ahí, cerca de uno de los brazos del río Yerif, donde la hierba que crecía era muy nutritiva para ellas.

Las chicas se bajaron en el teatro de la zona, frente a una estatuilla sobre la unión de la humanidad, y entraron.

El Sótano De Jade © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora