El anhelo de los miserables

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Rojo.

Johnny vio rojo la primera vez que se encontraba en la playa unas semanas después de que Ali rompiera con él. Descubrió que había algo más detrás de aquella capucha roja y luego vio sus nudillos cubiertos de sangre. Algo que ni él mismo logró comprender.

Cuando Johnny sintió el líquido viscoso resbalar desde su nariz hasta la barbilla supo de inmediato que aquel muchacho sobre la arena iba a ser un dolor en el culo el resto del año.

Y así fue.

Verlo al lado de Ali riendo como alguna vez lo hizo él fue algo difícil de asimilar. Así que cada vez que sus puños palidecían dentro de los bolsillos, pensaba en la noche, la maldita noche en que conoció a Daniel LaRusso.

Sensei Kreese notaba toda esa rabia y le preguntó qué estaba esperando. Entonces él se rio cuando lo vio cayendo de la pequeña colina, pero por algún motivo le sabía a una excitación inesperadamente amarga.

No, John Lawrence no tenía misericordia. Él no era el mismo niño débil de 8 años que lloraba todas las noches en su cama por alguna cosa que Sid le hubiera dicho o el mocoso que temblaba en una esquina del dojo mientras hacía flexiones con los nudillos. Había aprendido a ser fuerte y a golpear primero. No sentía lástima por nadie y no iba a sentirse mal por lo que le hizo a ese gusano.

Daniel LaRusso no merecía piedad.

Ni siquiera cuando su cuerpo se desplomaba en la reja y veía la sangre resbalando por sus sienes.

Esa noche Johnny estuvo seguro de una cosa y era acabar ahí mismo con el pequeño bastardo. Pero entonces sus ojos lo miraron como un ciervo mira a su cazador antes de ser devorado y algo dentro de Johnny lo hizo dudar.

¿Qué estoy haciendo?

La segunda vez que lo vio dentro del dojo ya no iba solo. El anciano lo miró y habló con el sensei, pero Johnny solo se concentró en el ojo morado de LaRusso.

Él también lo veía.

—El torneo.

La voz del viejo fue decidida. Johnny dibujó una sonrisa cargada de victoria solo porque las demás Cobras lo hicieron, pero él solo se sentía preocupado.

¿Por qué?

Unos días después, cuando regresó a casa, subió a su habitación antes de que Sid lo viera y empezara a gritarle por qué había llegado tan tarde. Escuchó a su madre llamarlo para ver sus heridas y aplicar la misma pomada sobre ellas. Él solo aceptó porque en realidad le estaba ayudando, pero no tenía ganas de hablar ni con ella ni con nadie.

Laura le sonrió y acarició su mejilla con ternura. Dejó que sus delgados dedos se deslizaran por su rostro y luego lo besó en la frente. No iba a aceptarlo, pero le encantaba que lo hiciera. Era como regresar al tiempo en el que solo eran su madre, él y nadie más. Cuando ella hacía eso, Johnny pensaba que pudieron haberlo logrado juntos, sin ayuda de Sid. Una parte de él todavía no conseguía perdonar a Laura del todo.

—Este no estaba ayer. ¿Qué fue lo que hiciste?

Johnny se encogió de hombros y deshizo del agarre de la mujer. Tampoco lo sabía.

—Hoy hicimos combate —dijo después, cuando Laura comenzaba a escudriñar detrás de sus ojos azules—. Seguramente es por el bloqueo que hice cuando Dutch me dio una patada.

Laura torció la boca, pero guardó silencio esperando por que su hijo dijera algo más que aquella explicación vacía. Una que nunca llegó y unos pocos segundos después le sonrió de vuelta.

— ¿Recuerdas lo que la tía Marcia te decía sobre esas marcas en el brazo?

El rubio bajó la vista y se tocó justo donde su madre había mirado con preocupación.

—No.

En realidad, sí. Él lo hacía.

Escuchó cada una de las historias de su vecina cuando era niño hasta que llegó el día en que se marcharon a Encino. La tía Marcia no era nada más que vieja ebria que inventaría cualquier cosa solo para llamar la atención y no sentirse tan sola en su frío remolque. A pesar de todo eso, a Johnny le agradaba y pensaba en ella cada vez que decidía mirar su brazo en busca de que sus palabras llegasen a ser ciertas. Nunca hubo nada.

—Bueno —continuó Laura todavía sin borrar su sonrisa—. Quizás esta vez sea cierto.

Johnny la ignoró y se encerró en su cuarto. Entró al baño para darse una ducha y una vez estando desnudo frente al espejo, observó los moretones que cada vez desaparecían de su torso volviéndose más pequeños y verdosos. Ya no dolían, pero aún le costaba un poco respirar. Fue entonces que lo asaltó el vago recuerdo de LaRusso siendo golpeado por ellos cinco, sorprendiéndole que tuviera la fuerza suficiente para levantarse al día siguiente y presentarse en el dojo casi como si nada.

Levantó su brazo derecho observándolo detenidamente. Había una larga marca rojiza, demasiado delgada para ser un hematoma. Laura se había dado cuenta de que mintió cuando le mencionó el bloqueo. No existía manera de que una patada dejara una marca así.

"Escúchame bien. Tarde o temprano, tú o tu persona llevarán uno de sus nombres en él. Pero si llegas a tenerlo tú, no le digas 'Tengo tu puto nombre en mi brazo'. No es romántico."

"Quizás esta vez sea cierto"

Si era así, esperaba que la chica tuviera grandes tetas.

Colores y PromesasWhere stories live. Discover now