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Los secretos matan.

—Ha sido una semana de mierda —susurró, hablando deliberadamente en ruso para que el otro no pudiera entenderle —. No puedo manejarlo todo a la vez, no puedo parar de pensar en...

Kakucho escondía el rostro en su pecho, temblando. Le quemaban las lágrimas en el corazón, no quería llorar.

La gabardina larga se había quedado en el perchero de la estancia. La habitación era cuadrada, pequeña y acogedora, lo suficiente como para hacerle sentir encerrado.

Habían entrado a aquel sótano desde la calle. De dónde había sacado las llaves o cómo lo había encontrado no era relevante. La puerta estaba salpicada de agujeros de bala, pero tenían su ansiada intimidad, porque estaba al final de unas largas escaleras que se adentraban hacia abajo, en los intestinos del edificio.

Porque se estaba ahogando.

—... sólo quiero desaparecer un tiempo —habló, con la voz ronca —, y no volver.

Ran le acariciaba el pelo con delicadeza, cariñoso. Asentía a pesar de que no había llegado a atrapar las palabras, tampoco el significado. Sin embargo, lo tocaba como si conociera el dolor de un corazón perdido.

—Ya entiendo —dijo, tomando de las mejillas al oficial y alzándole el mentón —. ¿Estás estresado por tu trabajo?

La cicatriz era certera, cortaba la visión de uno de sus ojos, mientras que el otro guardaba un suave color caoba. Le peinó el cabello negro hacia atrás, sonriendo con amabilidad.

Realmente no le importaba el revólver de su cintura, tampoco el cuchillo largo, ni las insignias. Lo que el oficial hiciera, las personas que mataba o dejaba vivir no eran de su incumbencia. El amor le atontaba, podría justificarlo todo.

La gorra se había quedado a los pies de la cama, y se habían sentado al borde cerca de la mesita de noche, donde una lámpara de aceite titilaba. El fuego se reflejaba en la piel blanca y curtida de guerra, se aferraba con las manos a su cuerpo, intentando no desmoronarse en un abismo que él mismo había creado.

Kakucho bajó la mirada por las trenzas largas y suaves, tragando saliva.

—Eres diferente —prosiguió, en su idioma natal —. Tú me haces sentir bien.

Diferente de su esposa, que lo juzgaba en silencio cada vez que esquivaba el sexo y le daba la espalda cuando dormían; diferente de Izana, que se balanceaba sobre las puntas de sus pies con el toque venenoso de quien hablaba con astucia.

Lo primero era el recordatorio de que no sólo había tirado su vida a la basura, sino de que también había arrastrado a otros a su torbellino de mierda. A sus hijos, que crecerían intuyendo que sus padres no se amaban tanto como los de sus amigos de la escuela, a su esposa, que lo estaría esperando en aquel mismo instante, aunque no se quejaría si descubriera que le estaba siendo infiel.

Lo segundo era la prueba de que había dedicado sus días a aprender cosas a las que aún se resistía. Izana besaba bien, la curvatura de su espalda era perfecta bajo las yemas de sus dedos, el pecado personificado en su sonrisa maliciosa.

Le hacía verse desde otra perspectiva. Una donde eran sus deseos los que importaban, donde era el mundo el que estaba equivocado. «Kakucho, si estás tan amargado es porque te falta lo que siempre te has negado». Kakucho esto, Kakucho lo otro.

Kakucho sólo necesitaba un descanso.

—Luego puedo hacerte un masaje —propuso el chico, permitiendo que deshiciera sus trenzas —. Y mañana estarás como nuevo.

Raven days || KazuFuyuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora