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En el fondo, siempre supo que era un capricho. El juguete favorito de sus noches de alcohol, de su boca jugosa, pestañas de escarcha.

Sabía cómo hacer que cualquiera lo tratara como a una deidad, con aquella usual mirada de desdén y rizos graciosos que caían por su frente sudorosa. Gemía y arrastraba las uñas sin importarle levantar piel y sacar sangre. Izana era un puto peligro.

Delicadas manos se deslizaban por su pecho, desabotonando el uniforme, tirando la gorra a un lado. Arrancaba todo lo que tocaba, las insignias, la estrella con la hoz y el martillo, mientras echaba la camisa hacia atrás por los hombros fuertes y suspiraba con la visión de su torso.

Sólo suyo. Jodidamente suyo.

Kakucho reprimió un quejido al sentir los dedos fríos recorriendo su pecho desnudo, apretando músculos y devorando sus labios cortados de invierno; delineando su mandíbula, tirando del colgante con una cruz de plata, que poco de virgen tenía.

—No seas revoltoso —pidió, sujetando con fuerza los muslos con los que se apretaba alrededor de su regazo, sentado a horcajadas.

El chico jadeó de excitación cuando lo deslizó más cerca por su entrepierna. Tan insaciable e inquieto como siempre, surcos pegajosos de lágrimas por sus mejillas de canela, como si fuera un desahogo emocional más que algo pasional y genuino.

Quién sabía por qué demonios había estado llorando aquella vez, o si habría algún motivo siquiera, pero no lo juzgaría.

—Entonces fóllame ya —siseó Izana, aferrado a sus hombros, mordiéndole el labio inferior y tirando de él para devolverlo a su dueño con un beso amargo —. Me estás imp...

Cerró los dedos alrededor de su cuello, arrastrándolo a las sábanas con crueldad. Kakucho presionó su cabeza contra la almohada, acallando sus molestos e infantiles gimoteos de impaciencia. Se deshizo de su chaqueta, tirándola al suelo, y agarró la cinturilla de los pantalones ajenos.

Una risa masoquista se ahogó en la almohada, mientras le arrancaba la ropa y lo dejaba hecho un desastre que meneaba melosamente el culo en el aire. Sabía lo que venía y lo deseaba.

Cada noche era única. Podría agarrar la pistola y hacerle lamer el cañón, con el sabor metálico en el paladar y sus iris de lirio brillantes de pedir más, volverle la piel roja con un azote sin compasión en ese bonito trasero relleno; Izana respondía, se deshacía en miel y súplicas mientras buscaba por algo más en su repertorio de deseos depravados, tal vez un insulto, sus uñas rechinando, las pieles chocando, sus muslos erizándose en el aire.

Cualquier cosa que le pidiera, se la daría. Si Izana quería autodestruirse, él iría detrás como su puto perro obediente.

—¿A qué esperas? —protestó el aviador, irritado. Mejillas rosadas, ojos llorosos.

El cinturón, la funda del revólver y el arma de fuego, un cuchillo largo. Las cosas cayeron al suelo, seguidas del propio cinturón de cuero negro, la hebilla dando un destello bajo luz de Luna.

Pidió un segundo en voz baja, desabrochándose los pantalones con torpeza. Le temblaban las manos, su cuerpo sudaba, estaba algo mareado. Había un par de botellas de vodka tiradas en una esquina.

Un bote cayó de su bolsillo al suelo, rodando estrepitosamente por la tarima. El tintineo de las pastillas llamó la atención del otro, que alzó la cabeza con el ceño fruncido.

—Espera —tragó saliva, agarrando al mayor por el brazo.

Se quedó quieto, estático en el colchón mientras Izana se incorporaba con brusquedad y se arrodillaba en el suelo para tomarlo. Lo agitó, lo abrió y lo olió, luego, lo miró al levantarse, medio desnudo e iracundo.

Raven days || KazuFuyuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora