IV

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Nadie vendrá


Los días pasaron.

Mikey había explorada la pequeña isla por completo, por lo que ahora no tenía nada que hacer más que mirar el horizonte vacío.

Era abrumadoramente aburrido. En casa, los negocios lo mantenían tan ocupado que Mikey había tenido poco tiempo para dormir y no estaba acostumbrado a no hacer nada.

Al menos el otro habitante en la playa, Takemichi había estado... mejor. El tipo todavía se mantenía reservado, pero al menos ya no caminaba como un fantasma. Ya no intentaba provocar a Mikey para que lo golpeara. Comenzó a comer con Mikey, aunque tenía rabietas por alguna razón tonta algunas veces al día antes de irse enfurruñado como un niño demasiado grande.

Aparentemente, no era suficiente que Mikey fuera tan fanático; también era un llorón. Se quejaba de casi todo, pero a Mikey no le importaba. Fue casi un alivio. La confrontación era mejor que la depresión. Por no mencionar que los ataques de siseo de Takemichi eran algo entretenidos, y el entretenimiento faltaba mucho en la isla. Las baterías de sus computadoras portátiles se habían agotado hace mucho tiempo, al igual que sus teléfonos y baterías, por lo que Mikey se sintió cada vez más inquieto, casi deseando la inevitable confrontación todos los días.

–Estoy harto del pescado, –dijo Takemichi con resentimiento, mirando el pescado en su plato. –Es apenas comestible.

Mikey se apoyó contra el tronco de la palma y picó su pescado. Estaba un poco quemado, como siempre. Los peces abundaban en la isla, pero eran pequeños y huesudos. Y sosos.

–Nunca he dicho que soy un genio culinario. Soy un hombre de negocios, no soy un boy scout. Si no te gusta, siéntete libre de cocinar tú mismo. Aliméntate. Un concepto extraño,¿no es así?

Takemichi le lanzó una mirado siniestra, haciendo pucheros ferozmente. Él era la única persona conocida de Mikey que logró hacer un puchero ferozmente. Fue extraño. También le dio ganas de meter su polla en esa boca carnosa, solo para callarlo.

Cierto. De todas formas.

–¿Cuántos años tienes? –dijo Mikey. –Harías sentir orgulloso a un niño de cinco años con tus rabietas.

Takemichi lo fulminó con la mirada.

–Te haré saber que tengo treinta.

Mikey lo miró fijamente, genuinamente sorprendido. Takemichi no parecía tener más de veinticinco. Su piel todavía tenía el brillo saludable de la juventud,perfecta y suave, sin una arruga en su rostro. Se veía genial. Mikey estaba molesto consigo mismo por siquiera darse cuenta, pero era un hombre gay saludable con ojos funcionales y Takemichi era un tipo muy atrayente, con un cuerpo tonificado de bailarín, sus piernas delgadas y un bonito culo respingón, un rostro atractivo y unos labios bonitos y regordetes que prácticamente suplicaban por...

–Te ves más joven –dijo Mikey, desviando la mirada. –Pensé que tu esposa debía haber robado la cuna.

La expresión de Takemichi se contrajo.

–Ella es...era ocho años mayor que yo, –dijo sin tono de voz y luego se alejó.

No de mal humor esta vez. Solo triste.



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Era la noche de su vigésimo primer día en la isla cuando Takemichi dijo:

–Nadie va a venir, ¿verdad?

Mikey levantó la mirada de su pescado -francamente, en este punto, estaba tan harto del pescado como Takemichi- y miró a los ojos del otro hombre.

Se miraron el uno al otro por encima del fuego mientras los grillos cantaban en la noche.

Nadie va a venir.

Eso era algo en lo que se había esforzado por no pensar, pero era innegable que la gente debería haber tardado menos tiempo en encontrarlos. Quizás algo había salido mal con el sistema de comunicación del avión y de los equipos de búsqueda y de rescate no tenían idea de dónde buscar. El Océano Pacífico era enorme y ¿quién sabía cuánto había alterado la tormenta la trayectoria del vuelo del avión?

O tal vez habían encontrado la otra parte del avión;  parecía como si el avión hubiera sido destrozado en el aire. Era posible que los otros restos hubieran terminado a una gran distancia de donde estaban actualmente y ya los hubieran encontrado y la gente había dejado de buscar, creyéndolos a todos muertos.

Mikey se apartó de Takemichi y caminó hacia sus menguantes suministros. Su mirada se detuvo en el trozo de la tela que contenía en lo que había estado evitado cuidadosamente pensar: las semillas de tomate que había guardado del único tomate que había agarrado del avión.

Desenvolvió la tela y miró fijamente las diminutas semillas, su estómago se retorció en un incómodo nudo. Las había guardado por si acaso. Realmente no había pensado que alguna vez las necesitarían.

–Todavía hay una posibilidad– se escuchó decir Mikey, devolviendo las semillas. –Incluso si dejan de buscarnos, tal vez algún barco pase lo suficientemente cerca para vernos–. Sus palabras sonaron poco convincentes, incluso para sus propios oídos. En las tres semanas que habían estado atrapados allí, no habían visto un solo barco, ni siquiera desde la distancia. La isla estaba claramente alejada de las rutas habituales de los barcos.

Takemichi apretó el mandíbula. Asintió entrecortadamente y desvió la mirada.

Fue la primera ves que Takemichi no tomó su manta para dormir en el otro extremo de la isla. Se estiró a unos pocos metros de distancia y cerró los ojos.

Después de apagar el fuego, Mikey se acostó sobre su propia manta. Metió la almohada debajo de la cabeza y miró el cielo nocturno. Las estrellas brillaban hermosamente en lo alto y pensó en las engañosas que eran algunas impresiones. Las estrellas estaban separadas por miles de millones de millas, sin importar lo cerca que parecieran en el cielo.

No pudo conciliar el sueño durante mucho tiempo y sabía que Takemichi tampoco estaba dormido.

Ninguno de los dos dijo nada.

No había nada que decir.

Nadie va venir ¿verdad?

Plantaría las semillas mañana. 

Sostenme fuerte (adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora