Capítulo 4

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Eric y yo intentábamos conversar de cualquier cosa, pero mi mente estaba pendiente de que el bus se detuviera para llegar a mi destino. En realidad, él sabía por qué estaba un poco ido y eso era lo que hacía muy agradable entablar una conversación.

—Si quieres, mañana te puedo mostrar el parque, trabajo ahí —dijo Eric, después de que pasamos la señal que indicaba que estábamos en VillaVerde.

—Sí —acepté, incapaz de decir más palabras debido a que ya estábamos a minutos de llegar.

—Te busco a que el señor García a las diez, así llevo a mi hermana al parque —comentó y yo asentí.

Por la ventana observé las calles de VillaVerde. Eran muy diferentes a las de mi ciudad natal, no había edificios altos, creo que el más grande que vi tenía cinco pisos. Era todo colorido, las fachadas parecían una ensalada de diferentes murales que, por la velocidad a la que íbamos, no pude detallar. Estaba soleado y la gente caminando aprovechaba aquello, muchos vestían ropa ligera acompañada de un suéter.

Tenía la emoción por las nubes, tanto así, que cualquier pensamiento sobre mis padres o amigos pasaba de largo en mi cabeza sin que le prestara mucha atención. Por fin empezaría mi nueva vida y, sobre todo, podía ver los frutos de mis ahorros. Jamás pensé que sería uno de esos chicos que huirían de casa hasta que me enamoré de VillaVerde. Lo mejor del caso, era que iba a tener una visión real del lugar. No me aterraba que no cumpliera mis expectativas, ya que honestamente, el hecho de abandonar mi ciudad natal y el conversar con Eric era lo que necesitaba para no arrepentirme.

Porque sí, el arrepentimiento era un miedo que andaba por ahí cada vez que me descuidaba. Mantenerme concentrado era lo más complicado del mundo y me cansaba más que pasar la noche sin dormir. Lo decía por experiencia, sostener una máscara falsa era mi especialidad y por lo mismo podía jurar que la apatía había crecido en mí a medida que pasaban los años. Aunque tenía tan solo dieciocho años, mi vida era lo suficiente mierda como para que se me creara el hábito.

El autobús llegó a la estación y lo primero que hice fue agarrar mi morral. Estaba en un intermedio, entre felicidad y odio. O eso creía, ya que lo primero jamás lo había sentido de verdad y de lo segundo no estaba tan seguro.

No registré cuando nos bajamos ni cuando esperé por mi maleta junto a Eric, ni cuando nos despedimos. Tampoco estaba seguro de la hora, ni de cómo llegué a que el señor García. Toqué la puerta del doscientos tres de la urbanización calle Alegre. La dirección, que antes pensaba que había olvidado, estaba en realidad grabada en mi cabeza desde que logré asegurar la habitación.

Un hombre bajito de cabello castaño con ropa que combinaba la moda turística y de padre a los cincuenta, me recibió. Si alguien de mi ciudad natal lo viera, primero se burlaría y después se aseguraría de comentarle que parecía un payaso mal vestido. Sí, lo decía porque me pasaba cada vez que me daba flojera parecer persona decente.

—¡Pasa mijo! —exclamó el señor y se hizo a un lado. Entré a la casa y, una vez que cerró la puerta añadió—: te muestro tu habitación, si tienes hambre, pronto haré de comer.

Dicho aquello, me guió por un pasillo y luego subió escaleras arriba. Me costó un poco subir la maleta con el morral; fue ahí en donde pude notar mi cansancio y falta de ejercicio. El señor García, que no había dicho su nombre, abrió la primera puerta a la izquierda. Me dejó pasar para que me instalara con calma con la idea de avisarme cuando estuviese lista la comida y mostrarme la casa. Una vez me quedé solo, me acosté un rato sobre la cama para mirar al techo.

Estaba cansado, hacía mucho tiempo que no sentía que alguien me trataba bien, que no sabía cómo reaccionar. Con seguridad, podía decir que he dado las gracias en escasas ocasiones, no porque era un malagradecido, sino porque nadie se molestaba en ayudarme.

La sombra del corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora