AXEL
Leah volvió. Y con ella, la puerta cerrada, el silencio en casa y las miradas esquivas. Pero había algo diferente. Algo más. No se levantaba corriendo en cuanto terminaba de cenar, sino que se quedaba sentada un rato, arrugando distraída la servilleta entre los dedos, o se ofrecía para fregar los platos. A veces, por las tardes, mientras merendaba alguna pieza de fruta apoyada en la encimera, miraba el mar a través de la ventana; ausente, perdida.
Esa primera semana le pregunté tres veces si quería venir conmigo a surfear, pero rechazó la oferta y, después de lo que había ocurrido la última vez, no la forcé. Tampoco dije nada cuando la gata tricolor que venía a visitarme a menudo se pasó por allí y Leah estuvo dispuesta a darle las sobras de la cena. Ni cuando el primer sábado por la noche, tumbado en la hamaca, oí sus pasos a mi espalda. Había puesto el tocadiscos y, no sé por qué, pensé que los acordes de la canción se habían enredado en su pelo y la habían empujado hacia la terraza paso a paso, nota a nota.
—¿Puedo quedarme aquí?
—Claro. ¿Quieres té?
Negó con la cabeza mientras se sentaba en los almohadones sobre el suelo de madera.
—¿Qué tal la semana?
—Como todas. Normal.
Tenía muchas preguntas que hacerle, pero ninguna que ella fuese a querer responder, así que no me molesté en formularlas. Suspiré relajado, contemplando el cielo estrellado, escuchando la música, viviendo solo ese instante, ese presente.
—Axel, ¿tú eres feliz?
—¿Feliz...? Claro. Sí.
—¿Y es fácil? —susurró.
—Debería serlo, ¿no crees?
—Antes pensaba que lo era.
Me incorporé en la hamaca. Leah estaba sentada con las rodillas abrazadas contra el pecho; allí, bajo la oscuridad de la noche, parecía pequeña.
—Hay un error en lo que has dicho. Antes eras feliz precisamente porque no lo pensabas, ¿y quién lo hace cuando tiene el mundo a sus pies? Entonces solo vives, solo sientes.
Había miedo en su mirada. Pero también vi el anhelo.
—¿Nunca volveré a ser así?
—No lo sé, Leah. ¿Tú quieres?
Tragó saliva y se lamió los labios, nerviosa, antes de tomar una brusca bocanada de aire. Me arrodillé a su lado, la cogí de la mano e intenté que me mirase a los ojos.
—No puedo... respirar...
—Ya lo sé. Despacio. Tranquila... —susurré—. Cariño, estoy aquí, estoy justo a tu lado. Cierra los ojos. Tú solo piensa..., piensa en el mar, Leah, en un mar revuelto que empieza a calmarse, ¿lo estás viendo en tu cabeza? Ya casi no hay olas...
Ni siquiera tenía claro qué estaba diciéndole, pero conseguí que Leah respirase más despacio, más relajada. La acompañé hasta su habitación y algo se agitó dentro de mí cuando en la puerta me dio las buenas noches. Compasión. Impotencia. Yo qué sé.
Esa noche rompí mi rutina. En lugar de leer un poco e irme a la cama, encendí el ordenador y aparté las cosas que tenía sobre el teclado antes de teclear en el buscador «ansiedad». Estuve horas leyendo y tomando notas.
«Síndrome de estrés postraumático: trastorno psiquiátrico que aparece en personas que han vivido un episodio dramático en sus vidas.» Seguí apuntando: «Las personas que lo sufren tienen pesadillas frecuentes rememorando la experiencia. Otros signos característicos son la ansiedad, palpitaciones y secreción elevada de sudor». Y continué, incapaz de irme a dormir: «Sentirse psíquicamente distante, paralizado ante cualquier experiencia emocional normal. Perder el interés por las aficiones y diversiones».