OCTUBRE (primavera)

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LEAH








—Me iba a morir si estaba un minuto más sin verte.

Axel se echó a reír y me levantó entre sus brazos mientras me besaba. Cuando llegamos a la habitación me dejó caer en la cama; me subió la camiseta para poder darme un beso en la tripa, al lado del ombligo, y yo me estremecí.

—Eres una exagerada —se burló.

—¿Tú no te mueres por mí?

—Por besarte. Por tocarte. Por joderte.

—Es lo mismo —me defendí con un mohín.

—No lo es, pero tú ya lo sabes, ¿verdad, cariño?

Asentí, aunque en realidad no, no lo sabía, no lo entendía. Entonces, no.


LEAH








Me había pasado meses con un puzle de quinientas piezas delante de mis narices, sin saber cómo resolverlo, qué lugar le correspondía a cada una. Pero poco a poco empezaron a encajar. Supongo que no hubo un momento exacto, sino que fue la suma de las charlas con Axel, de comenzar a mirarme en el espejo, a tomar decisiones. Con el paso del tiempo me vi más clara, me quité el chubasquero y, aunque las heridas todavía dolían, dejé que fuesen curándose al aire libre. Llegó él, el amor tirando de ese hilo invisible que había vuelto a remover sentimientos que pensaba que ya no existían. La rutina, las clases, escuchar lo que decía la gente a mi alrededor. La pintura, el color, emociones que plasmar. Y al final me vi hablando de mis padres con Axel, en la terraza de casa, recordándolos y rescatándolos de aquel lugar lleno de polvo en el que los había mantenido ocultos durante el último año.

Todo volvió a ser... normal. La vida siguió.





AXEL








Era el primer sábado de octubre y Leah no había tenido instituto durante los últimos días por las vacaciones del tercer trimestre. Así que habíamos matado las horas comiéndonos a besos, hablando, quedándonos despiertos hasta las tantas de la madrugada o probando nuevas recetas en la diminuta cocina de casa. Por las tardes, ella estudiaba un rato o se ponía a dibujar, y a mí me encantaba la sensación de observarla desde mi escritorio mientras trabajaba, tan concentrada y perdida en sus pensamientos.

Ese día me fui solo con la tabla a surfear un rato, y cuando volví, ella estaba arrodillada en la terraza pintando con unas acuarelas que había ido a comprar con Blair el miércoles. Me gustaba eso; que saliese con su amiga, que quedase con más gente y que volviese a ser la chica que había sido tiempo atrás, pero con muchos más matices.

Me tumbé a su lado, aún mojado. El atardecer teñía el cielo de color naranja.

—¿Qué estás haciendo?

—Solo colores, mezclarlos.

Se sacó la piruleta con forma de corazón de la boca antes de inclinarse para darme un beso. Yo la retuve sobre mí, llevándome con la lengua su sabor a fresa. Y siguió pintando. Suspiré y me quedé allí relajado. Cerré los ojos y, en algún momento, el sueño me atrapó. Cuando me desperté, ella estaba sentada junto a mí con las piernas cruzadas y deslizando un pincel de punta fina por mi mano.

—¿Qué haces? —pregunté adormilado.

—Pintar. ¿Te gusta?

—Claro, ¿a qué tío no le gusta que le llenen la mano de margaritas? — Leah se echó a reír. Era luz. Era felicidad—. Me gusta si eso te hace sonreír así.

Piuquén 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora