DICIEMBRE (verano)

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LEAH








Contemplé por la ventanilla el paisaje que dejábamos atrás mientras Oliver conducía en silencio y me tragué las lágrimas cuando me di cuenta de que ya no tenía ningún lugar al que regresar. Byron Bay había dejado de ser nuestro hogar, porque allí quedaban pocas cosas por las que volver. Los señores Nguyen me habían asegurado que vendrían a visitarme a la universidad, que solo tenía que coger el teléfono si en algún momento necesitaba algo, que aquello se solucionaría..., pero una parte de mí sabía que no. Que hay cosas que, cuando cambian, no pueden volver a ser iguales. Diferentes, quizá. Eso sí. Pero no iguales. Ojalá la vida fuese como una pelota de plastilina, moldeable, manejable, algo sobre lo que la tristeza o las decepciones no dejasen marcas visibles.

Mi hermano aparcó delante de una tienda de muebles y decoración cuando llegamos a Brisbane y me cogió de la mano. Yo me estremecí ante la solidez y la seguridad del gesto.

—Vamos, enana, alegra esa cara.

Habían pasado casi dos meses desde la última vez que vi a Axel a principios de noviembre, pero tenía la sensación de que hacía una eternidad. Todavía seguía dolida con mi hermano por no haber podido entenderme, pero, aún peor, porque al final tuvo razón en muchas cosas. En demasiadas. De esas que son tan feas que una no quiere verlas hasta que la obligan a hacerlo, porque para mí Axel siempre había sido perfecto, incluso con sus defectos, idealizado ante mis ojos en su alto pedestal, ese sobre el que lo miraba desde que era una niña, y en los últimos días no había dejado de darle vueltas, descubriendo que quizá él no era todo líneas curvas, precisas y limpias; también tenía aristas punzantes y ángulos en las sombras. No podía sacarme de la cabeza la frase que me susurró al oído aquella noche que regresó con los labios rojos por los besos de otra: «¿Sabes cuál es tu problema, Leah? Que te quedas en la superficie. Que miras un regalo y solo te fijas en el envoltorio brillante sin pensar en que puede que esconda algo podrido».

—Podrías ayudarme un poco —me dijo Oliver asomándose por la ventanilla del copiloto.

—Ya voy. —Salí del coche.

Cogí el equipaje de mano y él se encargó de las dos maletas más pesadas. El cielo azul del mediodía se alzaba sobre las calles llenas de desconocidos. No pude evitar recordar que en aquella misma ciudad Axel me había besado por primera vez de verdad, sin que yo tuviese que pedírselo, mientras bailábamos The night we met antes de terminar dentro de los servicios de aquel local descubriéndonos con las manos. Suspiré hondo, levanté la vista hacia el bloque de edificios de la residencia que a partir de entonces sería mi nuevo hogar, reparé en la tienda de muebles que teníamos delante y... sentí la necesidad. Fue un flechazo.

—¿Puedes..., puedes esperarme un momento?

—¿Ahora, Leah? Voy subiendo —contestó Oliver.

—Vale. Iré enseguida.

Entré y fui directa al mostrador. Podría haber dado una vuelta por los pasillos, que estaban llenos de muebles preciosos, pero acababa de verlo en el escaparate y no tenía ojos para nada más. Pregunté por el precio a la mujer que me atendió y dudé cuando escuché la cifra, pero seguí el impulso y un minuto después entré en el edificio golpeándome en las costillas al darme contra la puerta principal. Ahogué una exclamación de dolor.

—¿Te has vuelto loca? —Mi hermano apareció.

—No, es solo que... me gustó. Mucho.

—Joder, Leah. Dame eso.

Oliver lo cogió y lo cargó en el ascensor. Subimos a la primera planta. Un pasillo largo y estrecho repleto de puertas azules nos recibió. La mía era la número 23. Tal como había visto en las fotografías antes de que nos decidiésemos a alquilarla, la habitación era pequeña, con una cama, un escritorio, un armario y un aseo en el que difícilmente podrían entrar dos personas, pero no era algo que me preocupase. Abrí la ventana diminuta para que se airease la estancia y dejé el equipaje encima de la mesa de madera.

—¿Dónde pongo esto? —preguntó Oliver.

—Ahí, en esa pared. Déjalo apoyado.

—¿Y puede saberse por qué has comprado un espejo? —Se sacudió las manos cuando lo colocó bien para que no pudiese caerse.

—No lo sé. Me gustó. Es bonito.

«Y quería verme bien cada mañana.»

Oliver supo que me guardaba lo que estuviese pensando, pero no insistió más antes de ayudarme a abrir el equipaje y a colgar mis prendas en el armario. Pasamos toda la tarde juntos y, cuando mi hermano tuvo que marcharse, sentí un agujero en el estómago que se iba haciendo cada vez más y más grande. Me daba miedo estar sola. Me daba miedo tropezar, caerme y no tener a nadie cerca que pudiese ayudarme a levantarme. Me daba miedo qué ocurriría cuando tan solo quedásemos yo y mis pensamientos, todo lo que encontraría en cuanto removiese un poco y decidiese afrontar lo que sentía, porque las emociones parecían empujar y empujar para salir.

Aún faltaba más de un mes para que empezasen las clases en la universidad, pero Oliver tenía que regresar al trabajo y había pensado que sería bueno para mí aclimatarme antes a la ciudad y a la gente con la que compartiría residencia.

Me miró, abrió los brazos y yo me lancé hacia él.

—Llámame cada vez que quieras, no importa la hora que sea —dijo, y yo asentí con la cabeza contra su pecho—. Come bien, Leah. Cuídate, ¿vale? Y recuerda que, si en algún momento me necesitas, solo tienes que decírmelo y cogeré el primer avión, ¿de acuerdo? Ya verás, vas a estar bien. Esto será bueno para ti. Como empezar de cero. —Me apartó de él para poder mirarme y me dio un beso en la frente—. Te quiero, enana.

—Yo también te quiero.

Oliver siempre había odiado las despedidas. En cambio, yo me asomé a la ventana y lo miré mientras se ponía las gafas de sol y entraba en el coche. Arrancó, giró y se perdió entre las calles de Brisbane.

Me di la vuelta y me enfrenté a la chica que me devolvía la mirada a través del espejo alargado con un marco de madera artesanal. Éramos la misma. Ya no había chubasqueros agujereados en ninguna de las dos. Creí que sería buena idea recordármelo cada mañana, empezar el día sonriéndome a mí misma. O intentándolo, al menos. «Vas a estar bien —me repetí—, vas a estarlo.» Porque en un corazón no podía llover eternamente, ¿no? Cogí los auriculares, me tumbé en la cama y cerré los ojos tras meterme una piruleta de fresa en la boca mientras un disco cualquiera de los Beatles me envolvía en la familiaridad de las voces y las notas. Reprimí las ganas de llorar.

Y pensé..., pensé en las cosas que antes eran y ya no...

«Todo puede cambiar en un instante.» Había escuchado esa frase muchas veces a lo largo de mi vida, pero nunca me había parado a masticarla, a saborear el significado que esas palabras pueden dejar en la lengua cuando las desmenuzas y las sientes como propias. Esa sensación amarga que acompaña a todos los «y si...» que se desperezan cuando ocurre algo malo y te preguntas si podrías haberlo evitado, porque la diferencia entre pasar de tenerlo todo a no tener nada a veces es tan solo de un segundo. Solo uno. Como entonces, cuando ese coche invadió el carril contrario. O como ahora, cuando él decidió que no tenía nada por lo que luchar y los trazos negros y grises terminaron por volver a engullir el color que unos meses antes flotaba a mi alrededor.

Porque, en ese segundo, él giró a la derecha.

Yo quise seguirlo, pero tropecé con una barrera. Y supe que solo podía avanzar hacia la izquierda.

FIN

CONTINUARÁ...

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⏰ Última actualización: Mar 26, 2022 ⏰

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