AXEL
Leah llegó el lunes pedaleando desde el instituto. Oliver se había ido un día más tarde; esa misma mañana había pasado por casa para dejar la maleta de su hermana. Nos despedimos con un abrazo. No quise pensar en nada cuando le palmeé la espalda. No quise pensar en ella ni en todo lo que había ocurrido el último mes.
—¿Te ayudo con eso? —me ofrecí a coger su mochila en el porche, pero Leah negó con la cabeza y entró en casa. La seguí hasta la cocina—. No me saludes con tanto entusiasmo, que podría empezar a caer confeti del techo.
—Perdona. Hola.
Cogió una de las sopas instantáneas de mi madre y se dedicó a leer las instrucciones apoyada en la encimera. Llevaba una de esas camisetas que se atan al cuello y son tan cortas que dejan el ombligo a la vista. Aparté la mirada y carraspeé.
—Ya he preparado la comida.
—Gracias, pero prefiero esto.
—Ni siquiera te he dicho qué es.
—Prefiero esto a cualquier otra cosa.
Nos taladramos mutuamente con la mirada.
—Como quieras. —Abrí la nevera, cogí mi comida y me fui al salón. Ya no hablamos más.
Ni ese día, ni el martes ni el miércoles.
Al principio intenté sacar algún tema de conversación mientras nos perdíamos entre las olas al amanecer. De vuelta en casa, cogía una manzana de la nevera, se la guardaba en la mochila y se iba al instituto en su bicicleta.
Yo me debatía entre exigir una explicación o dejarlo correr, porque por primera vez en mucho tiempo Leah parecía muy entera, muy despierta. No estaba seguro de qué significaba, pero el resto del tiempo estaba centrada en sus cosas.
Hacía los deberes a media tarde, a veces a mi lado en el escritorio, o bien sentada en el suelo del salón o tumbada en su cama. Después mataba las horas con los auriculares puestos o pintando un rato. Sobre todo, pintaba para ella misma, en un cuaderno que llevaba debajo del brazo a menudo, a buen recaudo, como si no quisiese dejarlo por ahí y que yo lo viese.
Y eso me jodía la vida.
Me jodía que me negase su magia, las emociones que plasmaba, los secretos enredados en su cabeza. Sabía que no tenía derecho a estar molesto, pero no podía mantener bajo control ese resentimiento. Egoístamente, quería que las cosas fuesen como antes, pero ya nunca podrían serlo porque ella mudaba de piel cada mes ante mis ojos, creciendo y eligiendo sus propios caminos.
Cuando llegó el viernes, estaba tan frustrado que no podía ni concentrarme en el libro que leía mientras los grillos cantaban en mitad de la noche.
Leah apareció en la terraza. Llevaba un vestido azul claro muy sencillo, pero que marcaba todas y cada una de las curvas de su cuerpo, y unas sandalias de colores a juego con unos pendientes. Los labios con un poco de color y sombra de ojos negra. Creo que nunca la había visto así, tan... diferente, tan... mujer. O no me había fijado antes. Y maldita la hora en la que empecé a hacerlo, porque tenía algo adictivo. Ese misterio. Esa parte emocional. Lo imprevisible. Ella, a secas.
—He quedado con Blair, no llegaré tarde.
—Eh, quieta ahí. —Me puse en pie antes de que ella se diese la vuelta
—. ¿Por qué no me lo has dicho antes?, ¿no has pensado que a mí también me apetecería salir un rato?
—¿Y qué te lo impedía? —replicó.