AXEL
Leah regresó a casa con sus auriculares colgando sobre los hombros, la mirada esquiva y más cauta de lo normal, como si temiese que yo fuese a hacer algo imprevisto, montar una fiesta de pijamas o tocar la pandereta a las tres de la madrugada. Tenía claro que me evitaba; si entraba en la cocina, ella se iba; si salía a la terraza, ella se metía en casa. Y quizá no debería joderme tanto, pero lo hacía. Vaya si lo hacía.
—¿Tengo alguna enfermedad contagiosa y nadie de mi familia me ha dicho nada porque voy a morir y quieren que pase mis últimos días siendo feliz o algo así?
Ella se obligó a no reír.
—No. Al menos, que yo sepa.
Ahí estaba esa puntillita que marcaba la diferencia respecto al primer mes, porque entonces solo se habría limitado a decir «no» antes de salir corriendo. Y en ese momento, aunque quería hacerlo, se mantenía delante de mí desafiante.
—Entonces estaría bien que dejaras de evitarme.
—No lo hago. Es difícil coincidir contigo.
—¿Difícil? Vivimos juntos —le recordé.
—Ya, pero siempre estás en la playa o trabajando.
—Ahora estoy aquí. Genial. ¿Qué quieres que hagamos?
—Nada, iba..., iba a escuchar música.
—Buen plan. Y luego me ayudarás a hacer la cena.
—Pero ¡Axel! Nosotros no...
—Nosotros no, ¿qué?
—No funcionamos así.
—En realidad, no funcionamos de ninguna manera. Espera, mejor dicho, tú no quieres funcionar, pero vamos a ir cambiando eso. Estoy cansado de entrar en una habitación y verte salir, y, por si te lo estás preguntando, sí, esto es ahora mismo una especie de dictadura temporal. Nos vemos en la terraza en cinco minutos.
Busqué entre los discos que acumulaban polvo al lado del baúl de madera sobre el que estaba el tocadiscos. Al final lo encontré, un vinilo de los Beatles. Limpié la cubierta con la manga de la sudadera que me había puesto porque por las noches refrescaba un poco, y lo puse.
I'm so tired empezó a sonar con suavidad mientras salía a la terraza. Me senté en los almohadones y, como si la música tirase de ella, Leah se acomodó a mi lado. Me rozó el codo con el brazo, se estremeció y aumentó la distancia entre nuestros cuerpos.
Cuando sonaron los primeros acordes de Blackbird, ella suspiró hondo, como si hubiese estado conteniendo el aliento. Me pregunté qué estaría sintiendo con esa música, tan cerca de mí. Tenía los labios entreabiertos y los ojos perdidos en el mar, sobre el que caía la noche.
—Esta me gusta —dije.
—I will —susurró ella.
—Un día, en el estudio, tu padre me obligó a escucharla de principio a fin con los ojos cerrados. —Ella hizo el amago de levantarse, pero fui lo suficiente rápido como para sujetarla del brazo y mantenerla a mi lado—. Me contó que, según decían, Paul McCartney necesitaba encontrar la inspiración en alguien que estuviera a su lado para componer; tuvo varias musas, incluida su perra a falta de una mujer, hasta que apareció Linda. Y esta fue una de las canciones que le escribió. ¿Sabes qué me dijo Douglas? Que el primer día que vio a tu madre oyó en su cabeza las notas de esta canción. Por eso siempre se la ponía cuando pintaba algo relacionado con el amor.