AXEL
Estaba tumbado encima de la tabla de surf mientras el mar se mecía con suavidad a mi alrededor. Aquel día el agua cristalina parecía contenida dentro de una piscina infinita; no había olas, ni viento ni ruido. Podía oír mi propia respiración calmada y el chapoteo cada vez que hundía los brazos, hasta que dejé de hacerlo y tan solo permanecí allí, sin moverme, con la mirada clavada en el horizonte.
Podría decir que estaba esperando a que el tiempo cambiase para poder pillar una buena ola, pero sabía perfectamente que ese día no habría ninguna. O que pasaba el rato, algo que hacía a menudo. Pero recuerdo que lo que de verdad estaba haciendo era pensar. Sí, pensar en mi vida, en que tenía la sensación de haber alcanzado todas las metas y de haber ido cumpliendo un sueño tras otro. «Soy feliz», me dije. Y creo que fue el tono que resonó en mi cabeza, esa leve interrogación, lo que de repente me hizo fruncir el ceño, sin apartar la vista de la superficie ondulante. «¿Soy feliz?», cuestioné. No me gustó esa duda que pareció agitarse en mi cabeza, viva y reclamando mi atención.
Cerré los ojos antes de zambullirme en el mar.
Después, con la tabla de surf cargada bajo el brazo, regresé a casa caminando descalzo por la arena de la playa y el sendero plagado de malas hierbas. Abrí la puerta de un empujón, porque siempre estaba atascada por culpa de la humedad, dejé la tabla en la terraza trasera y entré. Coloqué una toalla doblada encima de la silla y no me vestí para sentarme delante de mi escritorio, que ocupaba todo un lado del salón y era caótico. Al menos, para cualquier persona cuerda. Para mí, era el orden en su máxima expresión. Papeles repletos de notas, otros con pruebas descartadas y el resto con trazos sin sentido. A la derecha, tenía un espacio más despejado, con bolígrafos, lápices, pinturas; encima, un calendario con varios tachones en el que marcaba los plazos de entrega y, al otro lado, mi ordenador.
Repasé el trabajo acumulado y contesté un par de correos antes de decidir continuar con el proyecto que tenía entre manos, un folleto turístico de Gold Coast. Era básico, con una ilustración de una playa y olas de líneas curvas bajo las que surfeaban algunas sombras con poco detalle. Justo el tipo de encargo que más disfrutaba: sencillo, rápido de hacer y bien pagado y explicado. Nada de «improvisa» o «queremos tener en cuenta tus sugerencias», sino un simple «dibuja una puta playa».
Pasado un rato, me preparé un sándwich con los pocos ingredientes que quedaban en la nevera y me serví el segundo café del día, sin azúcar y frío. Estaba a punto de llevarme la taza a los labios cuando llamaron a la puerta. No era muy dado a recibir visitas inesperadas, así que dejé el café sobre la encimera de la cocina con el ceño fruncido.
Puede que, si en ese momento hubiese sabido todo lo que arrastrarían ese par de golpes, me hubiese negado a abrir. ¿A quién quiero engañar? Jamás podría haberle dado la espalda. Y habría ocurrido, de todos modos. Antes. Después. ¿Qué más da? Tenía la sensación de que, desde el principio, fue como jugar a la ruleta rusa con todas las balas cargadas; estaba destinado a que alguna me atravesase el corazón.
Todavía sostenía el marco de la puerta en la mano cuando supe que aquello no era una visita de cortesía. Me aparté para dejar que Oliver, taciturno y serio, entrase en casa. Lo seguí a la cocina preguntándole qué había ocurrido. Él ignoró el café y abrió el armario alto en el que guardaba las bebidas para coger una botella de brandy.
—No está mal para ser un martes por la mañana —dije.
—Tengo un jodido problema.
Esperé sin decir nada, aún vestido solo con el bañador que me había puesto al despertar. Oliver llevaba pantalón largo y una camisa blanca metida por dentro; el tipo de ropa que juró que jamás se pondría.