Capítulo 2: Conociendo a un ángel

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Leonidas

El reloj marcaba las cinco de la mañana cuando el viejo despertador Citizen de cuerda rompió el silencio con su timbre insistente. Como siempre, me desperté junto a Fernando Campos, Nando para los que lo conocíamos de toda la vida en nuestra última mañana en el cuarto que compartíamos en la casa de Miraflores. El dormitorio, aún en penumbras, olía a café recién hecho y a los jazmines que trepaban por la ventana. Las maletas, apiladas junto a la puerta como centinelas silenciosos, contenían no solo ropa y libros, sino también los fragmentos de una vida que estábamos a punto de dejar atrás.

Mientras observaba el techo descascarado, donde las grietas dibujaban mapas de territorios inexplorados, pensaba en cómo nuestra amistad había sobrevivido a todo. Nando, con su metro ochenta y ese pelo rebelde que siempre parecía recién levantado —herencia de su madre italiana—, era más que mi mejor amigo; era el hermano que el destino me había regalado para compensar otras ausencias. El hijo mayor de los Campos, heredero de una fortuna textil construida por tres generaciones de inmigrantes emprendedores, pero con un corazón que desmentía cualquier prejuicio sobre los "niños ricos" de Miraflores.

Mi historia en Lima comenzó hace veinte años, cuando nací en el Hospital Dos de Mayo, en un día lluvioso de julio de 1960. El mismo día que Vargas Llosa publicaba "La ciudad y los perros", mi madre, Elena Sandoval, me traía al mundo entre las paredes descascaradas de la sala de maternidad. Era una mujer menuda pero de espíritu inquebrantable, que había escapado de Trujillo cargando solo una maleta de cartón, un ejemplar gastado de "Los heraldos negros" de Vallejo, y a mí creciendo en su vientre. Jamás olvidaré su rostro enmarcado por ese cabello negro azabache que yo había heredado, ni sus manos siempre oliendo a hierbaluisa y a tinta de los periódicos donde trabajaba como correctora.

La vida nos jugó una mala pasada cuando ella enfermó. Tenía apenas diez años cuando el cáncer de mama se la llevó en menos de seis meses. Fue entonces cuando los Campos, especialmente la señora Teresa —con sus ojos color miel y su acento italiano que nunca perdió—, me acogieron como a un hijo más. En esos días oscuros de 1970, mientras el país se recuperaba del terremoto que devastó Áncash, yo trataba de reconstruir mi propio mundo en ruinas, refugiándome en los versos de Vallejo que mi madre me había enseñado a amar.

—¿Estás despierto, Leo? —la voz de Nando me trajo de vuelta al presente, como siempre lo hacía cuando mis pensamientos vagaban demasiado lejos.

—Hace rato —respondí, girando para ver su silueta recortada contra la ventana—. Pensaba en todo lo que dejamos atrás.

—¿Estás seguro de esto? Todavía podemos...

—Sabes que tengo que ir —lo interrumpí, incorporándome en la cama—. La beca en la Nacional de Trujillo es mi única opción para seguir estudiando Literatura, y además...

No necesitaba terminar la frase. Nando conocía la verdad que mi madre me había confesado en su lecho de muerte, sus palabras susurradas entre accesos de tos: mi padre vivía en Trujillo. "Búscalo cuando estés listo", me había dicho, apretando mi mano con las pocas fuerzas que le quedaban. "Se llama Manuel Chávez y es un borracho cantinero del bar El Fortín, cerca de la Plaza Mayor de Trujillo. Tiene los mismos ojos que tú, hijo, y el mismo lunar bajo el labio". Diez años después, finalmente me sentía preparado para enfrentar esa verdad, aunque el miedo me royera las entrañas.

La radio Philips sonaba bajita en la cocina mientras desayunábamos pan con aceituna y café pasado. The Time of My Life de Bill Medley y Jennifer Warnes —ese himno al amor y la amistad que tanto nos gustaba— se mezclaba con el aroma del café nacional y las tostadas recién hechas. Era 1980, y mientras Lima despertaba entre el ruido de los microbuses Dodge y el pregón de los vendedores de pan, nosotros nos preparábamos para partir hacia una ciudad que para mí era tanto origen como destino.

LA REENCARNACIÓN DEL AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora