Capítulo 1: La enfermeria

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Salamanca,  junio de 1812

El cirujano de cabellos canos se limpió cansinamente la frente, dejándose una mancha de sangre. Contempló al hombre tendido en la mesa de operaciones.
– Ciertamente está usted hecho una ruina, capitán -dijo el cirujano con el característico acento escocés-. ¿Nadie le dijo nunca que no hay que parar con el pecho una andanada de metralla?
– Creo que no -logró susurrar lord Liam J. Payne, haciendo un esfuerzo-. En Oxford me enseñaron los clásicos en lugar de cosas prácticas. Tal vez debería haber ido a la nueva escuela militar.
– Será un verdadero reto extraer todos los trozos -comentó el cirujano con alegría macabra-. Tome un poco de brandy y comenzaré el trabajo.
Un ordenanza le acercó una botella a los labios. Liam se obligó a beber todo lo posible del ardiente líquido. Era una lástima que no tuviera ni el tiempo ni el brandy suficientes para coger una buena borrachera. Cuando terminó de beber, el cirujano le quitó lo que quedaba de chaqueta y camisa.
– Ha tenido una suerte extraordinaria, capitán. Si los tiradores franceses hubieran cargado bien la pólvora, no quedarían trozos suficientes de usted para identificarlo.
Se oyó un feo ruido de metal rascando metal; después el cirujano le extrajo un perdigón del hombro. La ráfaga de dolor le oscureció el mundo. Liam se mordió los labios hasta que le sangraron.
– La batalla... ¿está ganada? -preguntó, titubeante, antes de que el cirujano volviera al ataque.
– Creo que sí. 
El cirujano comenzó a excavar para sacar el trozo siguiente.
Fue un alivio rendirse a la oscuridad.

[...]

Liam volvió en sí poco a poco, flotando en un mar de dolor que le adormecía los sentidos y le nublaba la visión. Cada respiración le producía dolores de estiletes clavados en el pecho y pulmones. Estaba acostado en una camilla de paja en el rincón de un granero convertido en hospital de campaña. Estaba oscuro, y desde el techo las nerviosas palomas arrullaban en protesta por la invasión de su casa.
A juzgar por la mezcla de gemidos y resuellos, el suelo de tierra debía de estar cubierto de hombres heridos, echados codo a codo. El abrasador calor del mediodía español había sido reemplazado por el cortante frío de la noche. Sobre su torso vendado había una manta áspera que no necesitaba porque estaba ardiendo de la fiebre de la infección, y la sed era peor que el dolor.
Recordó su casa de Gales y pensó si alguna vez volvería a ver esas verdes colinas. Probablemente no; un cirujano le había dicho una vez que sólo un Alfa de cada tres sobrevivía a una herida grave. En la perspectiva de morir encontraba una cierta paz; no sólo se liberaría del dolor sino que, al fin y al cabo, había venido a España con el amargo conocimiento de que la muerte lo liberaría de un dilema sin solución. Su deseo había sido olvidar a Charlotte, la beta a quien amó más que a su honor, y la terrible promesa que había hecho sin pensar jamás que podría verse llamado a cumplirla.
Con vaga curiosidad se preguntó quién lo echaría de menos. Sus amigos del ejército, ciertamente, pero ellos estaban acostumbrados a esas pérdidas; en un día pasaría a ser él «
pobre Payne
», uno más entre los caídos. Nadie de su familia lo lamentaría, aparte de la irritación de tener que dejar de lado la ropa elegante para usar ropa negra de luto. Su padre, el duque de Ashburton, diría unas cuantas perogrulladas acerca de la voluntad de Dios, pero secretamente se sentiría contento de verse libre de su despreciado hijo menor.
Si alguien iba a sentir verdadera aflicción por su muerte, serían sus viejos amigos Louis y Harry. También estaba Jacob, por supuesto, pero no soportaba pensar en Jacob.
Sus negros pensamientos fueron interrumpidos por la voz de un omega, tan fresca y clara como un manantial de montaña galesa. Era raro oír hablar a un omega en ese lugar. Debía de ser una de esas intrépidas esposos de oficiales que decidían seguir al ejército, acompañar a sus Alfas en todos los peligros de la vida.
– ¿Quiere agua? -preguntó él omega dulcemente.
Incapaz de hablar, hizo un gesto de afirmación. Un brazo firme le levantó la cabeza para que pudiera beber. De él emanaba el aroma fresco de lavanda y un aroma fresco, perceptible aún en medio de la fetidez de las heridas y los muertos. La luz era demasiado tenue para verle la cara, pero sentía la cabeza apoyada en una suave curva. Si pudiera moverse enterraría la cabeza en ese bendito y suave cuerpo y después podría morir en paz.
Tenía la garganta demasiado seca para tragar, y el agua le cayó de la boca a la barbilla.
– Perdone -dijo él tranquilamente-, no debería haberle dado tanta. Volvamos a intentarlo.
Ladeó el vaso para que sólo le cayeran unas gotas entre los labios agrietados. Él logró tragar la suficiente para aliviar el ardor de la garganta. Pacientemente, él omega le fue dando más, poquito a poquito, hasta que sació la tremenda sed.
– Gracias -susurró, cuando pudo hablar-. Estoy... muy agradecido.
– No hay de qué.
Le puso la cabeza en la camilla y después se levantó y se acercó a la del lado.
El omega se alejó y Liam volvió a adormecerse. Estaba vagamente consciente cuando llegaron los ordenanzas a retirar el cuerpo de la camilla contigua. Poco después pusieron a otro herido en su lugar. El nuevo Beta herido estaba delirante y murmuraba una y otra vez: «

Arcoiris roto [Ziam]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora