El tiempo seguía avanzando, los días, se hicieron meses, y los meses se volvieron años. Paulatinamente, el niño se hizo un hombre y a sus apenas 18, tomó la oportunidad de mudarse a un lugar más urbanizado.
Llegó a la capital después de tomar varios trenes que un programa, para jóvenes como él, patrocinó.
La beca era bastante generosa siempre que pudiese mantener su buen promedio en las escuelas de la ciudad. Las cuales eran un poco más exigentes que en dónde solía estudiar, no obstante, cambiar de aires y ampliar sus conocimientos era todo lo que necesitaba para hacer su propia vida.
Poco a poco labraraba su propio camino, agradeciendo de todo corazón la ayuda que ese pequeño pueblo que lo vio crecer le brindó, y si bien, hubieron experiencias tanto buenas, como malas, guardaría en su corazón cada memoria y lección que allí aprendió.
Sembraria las semillas de amapolas en una pequeña maceta de barro, frente a su ventana, para nunca olvidar sus raíces ni mucho menos, lo que algún día llamó hogar.
Llegó al campus en donde conoció a un joven rubio con el cual ni siquiera pudo entablar una conversación decente, creyó que todas las personas serían así de mezquinas hasta que se topo a otro joven unos años menor que él.
Era extraño, todas las personas parecían encajar perfectamente con un grupo de amigos, incluso ese chico tenía su teléfono soñando a cada rato en su bolsillo. Todos se conocían entre sí, y ahí estaba él, una ficha nueva dentro del juego.
Se despidió con alegría del chico que le prometió mostrarle el campus en cuanto tuviera tiempo libre, al menos ya no estaba tan solo en pleno cambio. Le dejaron un numero de teléfono para contactarse por cualquier emergencia, y lo guardo en su bolsillo.
Tomó su horario dispuesto a dar un recorrido en aquella institución hasta que una suave melodía de piano lo atrajo a otra habitación.
Tratando de abstenerse de la curiosidad, intentó que sus piernas no lo caminaran a ese lugar, a pesar de que el cruel destino ya tenía sus planes escritos.
Sus pies lo llevaron hasta la nueva estancia, en donde fue capaz de contemplar la verdadera magia de un prodigio.
Era una melodía suave, tierna, pero de esas que te embuelven el corazón. Sus vellos se erizado al observar como el chico movía con agilidad y rapidez sus dedos sobre las blancas y negras teclas a la vez, sus ojos cerrados, concentrado en la canción que tocaba. Su melena se movía de un lado a otro con el compás de su cuerpo.
El tiempo era rápido, pero más tarde, comenzó a bajar el ritmo, hasta que llegó a una parte dudosa en donde únicamente tocó 3 teclas más antes de abrir sus ojos.
Unos brillantes zafiros con las estrellas plagadas en sus pupilas.
Ese chico tenía una canción sin terminar en su mente. Una preciosa sinfonía segura, hasta la mitad, en donde la duda al aire de aquella preciosa historia quedó inconclusa.
Suguru estaba por marcharse antes de que el misterioso pianista lo acusara de chismoso, sin embargo, cuando quiso dar marcha atrás, escucho como este trataba de cubrir la tos que emergía de su garganta con su mano.
El pelinegro se acercó amablemente a ofrecerle su botella de agua, puesto que parecía verdaderamente enfermo. Su piel pálida, sumado al delgado pero fino cuerpo que lo movia.
El chico la aceptó y fue cuando alzó su rostro el momento en donde Suguru se conmocionó.
Reconocería ese precioso pero cálido invierno en sus ojos a donde sea que fuese. La nieve de sus escarchadas pestañas, y el albinismo de su piel, jamás sería capaz de olvidar el divino rostro de su amigo de la infancia, que si bien, en la actualidad sus rasgos eran más maduros, en esencia, creería que seguiría siendo el mismo.