Un minuto

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TK salió disparado de su clase de Inglés. Recorrió los pasillos a toda velocidad, observando cada hueco, cada sombra, cada rostro que se le pasaba por delante, en busca de uno en concreto, mientras hacía caso omiso a los gritos detrás de él.

—¡TK, vuelve!

En su lugar, bajó las escaleras, esquivó su propio tropiezo a duras penas y se detuvo en seco a mitad de camino.

—¡Escúchame, joder! ¡Kari debe de haber vuelto a casa!

Se giró a mirar a Davis, que intentaba recuperar el aliento al borde de las escaleras. Después negó con la cabeza.

—No ha vuelto a casa —dijo.

—Ah, ¿no? ¿Y entonces qué? ¿Se la llevaron los aliens? ¿Vino Myotismon a por ella? ¿Hizo un viaje astral? ¿Se teletransportó a las Bahamas?

TK no se molestó ni en rodar los ojos.

—La vi, Davis. La vi desaparecer. Estaba justo delante de mí, y de un momento a otro ya no estaba.

—¿Qué te has fumado?

El rubio se le quedó mirando unos segundos más, buscando en él cualquier atisbo de comprensión, pero su viejo amigo parecía que hablaba muy en serio cuando decía que no creía que Kari estuviera en peligro.

El problema era que TK sabía que lo estaba. Lo sentía. Lo había visto en otras ocasiones, y no había nada a su alrededor o bajo las circunstancias que había vivido que le dijera que Kari estaba bien y a salvo, que su amiga estaba fuera de peligro.

—¡Takeru Takaishi! ¡Vuelva ahora mismo a clase si no quiere recibir un parte!

La profesora apareció detrás de Davis. Su ceño fruncido había venido acompañado por la piel de su rostro colorada, probablemente por la agitación, la sorpresa y la furia. La señora Hayakawa siempre había sido una profesora tranquila y atenta, que pocas veces perdía los nervios y que solía mantener la compostura frente a casi todos los altercados en los que sus alumnos la involucraban, pero no se le daba bien soportar las desobediencias, y mucho menos que sus propios alumnos ignorasen sus palabras.

Pero, aunque a TK no le hacía ninguna gracia manchar su expediente, también tenía sus prioridades muy claras.

—Discúlpeme, señora Hayakawa, pero es urgente.

Su profesora y su amigo se le quedaron mirando, incrédulos, mientras él terminaba de bajar las escaleras y el resto de la clase observaba asomada con cuidado desde el fondo.

—Takeru Takaishi, como salga del instituto sin permiso no me quedará más remedio que expedientarlo, llamar a sus padres y pedirle a la Dirección que lo expulsen.

El chico tragó saliva. Caviló sobre la posibilidad de detenerse, suplicarle que lo comprendiera y buscar por todos los medios que su castigo fuese lo más leve posible, pero en ningún momento se le ocurrió pensar en obedecer. Antes de cruzar la puerta, dudó, pero sus dudas tan solo lo atormentaron durante una triste milésima de segundo: atravesó la puerta con paso decidido y se dirigió al exterior con la misma velocidad con la que había atravesado los pasillos. Ya tendría tiempo de arreglar sus problemas escolares cuando su mejor amiga no estuviese en peligro.

Recorrió las calles de Odaiba y llegó hasta la playa. Allí buscó y rebuscó, con la desesperación supurándole la piel a la vez que el sol se la quemaba, con el olor a salitre abriéndole las fosas nasales y el miedo a no encontrar lo que buscaba retorciéndole las entrañas.

—¡Kari! —gritaba.

Nadie respondía.

No había muchas, pero las personas que pasaban se detenían a mirarlo, extrañadas y asombradas por que un chico de diecisiete años con uniforme de instituto gritase en mitad de la playa durante el horario escolar.

Una mujer se acercó con el rostro torcido por la preocupación.

—Chico, ¿estás bien? ¿Buscas a alguien?

Los orbes azules de TK no se detuvieron en ella; estaban demasiado ocupados buscando indicios de Kari en las huellas de la arena y en la superficie del mar. Se llevó una mano al bolsillo de su pantalón y tragó saliva al sentir que su D-3 seguía tan dormido como siempre.

—Hay una comisaría de policía a dos calles de aquí —continuó la mujer—. ¿Quieres que te acompañe a poner una denuncia?

Él la miró por fin, cayendo en la cuenta de que no podía permitir que su propio miedo afectara de tantas formas a su mundo. Negó con la cabeza mientras devolvía la atención de sus ojos al mar, que estaba embravecido como si a él tampoco le gustase la desaparición de Yagami. La mujer hizo amago de atrapar su brazo y él se apartó.

—No, yo... estoy buscando a mi gata.

Su acompañante lo miró con lástima.

—Pobre muchacho. ¿Hace mucho que se perdió? Puedes denunciarlo en comisaría de todas formas, para que te ayuden a encontrarla.

Él asintió con la cabeza.

—Sí, gracias.

Y continuó recorriendo la extensión de la playa. La mujer quedó atrás y aprovechó para sacar el dispositivo digital del bolsillo. Su pantalla apagada le dio un vuelco en el pecho, pero no podía dejarse asustar de esa forma. ¿Dónde diablos podría haberse metido Kari si no era en el mundo de la Oscuridad? ¿Por qué su D-3 no respondía, si ella estaba en peligro y él necesitaba ir a por ella? ¿Dónde estaban Patamon y Gatomon en ese momento, cuando más los necesitaba a su lado?

¿Qué haría si Kari...?

Negó con brusquedad. No iba a pasarle nada. No permitiría que le ocurriera nada.

Cerró la mano con fuerza sobre su D-3 y miró la línea del horizonte a lo lejos. Su alrededor estaba prácticamente vacío de transeúntes y parecía que tan solo estaba siendo acompañado por un par de gaviotas que picoteaban las piedras a varios metros de él. Apretó los dientes, repentinamente furioso porque Davis no lo había tomado en serio, porque lo había dejado solo.

Después cayó en la cuenta de que Kari también estaba sola, más sola que él, y entonces detuvo el aire de alrededor de su boca con las manos.

—¡Kari! —gritó con todas sus fuerzas. El aire salado le atravesó los pulmones—. ¡¡Kari!! —repitió.

Y continuó repitiendo su nombre hasta que sus pulmones se vaciaron y su garganta comenzó a quemarle. Deseó verla, pidió que estuviera a salvo y que apareciera intacta delante de sus ojos, tal vez con alguna sonrisa divertida por hacer novillos, y todo ello sin dejar de gritar. De gritarle a ella, de llamarla, con la intención de que lo escuchara, de que oyera sus gritos, de que oyera que la estaba buscando. De que, estuviese donde estuviese, supiera que no estaba sola.

—¡Kari! —vociferaba.

«Estoy contigo», quería decir.

Porque él sabía que podía escucharlo, incluso aunque el resto pensara que hablaba solo.

Su garganta se secó y empezó a rasparle. La voz le falló, y el aire también. El aire fresco de la costa le quemó los pulmones y su D-3 continuó durmiendo. Su esperanza fue la única que lo mantuvo en pie, que se mantuvo intacta; tanto, que una luz se materializó no tan lejos de él, cerca de las gaviotas hambrientas.

Tosió, observó la luz blanquecina y gritó su nombre una vez más, con una última descarga de sus pulmones, porque sentía que lo estaba escuchando. Porque sabía que lo estaba escuchando.

Y sin dudar, sin mirar atrás, dio un paso adelante y se adentró de lleno en ella.








Sombra&Luz

Ciento cuarenta minutosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora