Ciento cuarenta minutos

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Las horas pasaron entre temblores, abrazos, tierra, aire escapándose entre los huecos de las rocas y gritos familiares y lejanos que parecían acercarse con cada inhalación.

Sus labios se posaron en su piel suave con sabor a sal, tantas veces que perdió la cuenta, tan solo para asegurarse de que el calor estaba volviendo a su cuerpo pequeño e inerte. El aire débil que salía a duras penas de sus orificios nasales era cada vez más cálido, mientras que los gritos del exterior se volvían cada vez más opacos.

Con su cabeza acunada entre sus brazos, le observó el rostro suavizado por la fragilidad de la situación en la que se encontraba, y posó sus labios, una vez más, en su frente.

—Despierta, Luz —susurró—. Estoy contigo. Nunca te dejaré sola.

Una promesa tan cierta como la de que entregaría su propia vida si con eso pudiese asegurar que aquellos a quienes más quería se mantendrían a salvo.

Y qué no daría por mantenerla a salvo, se preguntaba.

¿Qué no daría por que nunca se apagara?

No sabía si era el destino, que le había encomendado el camino de protegerla, o si se trataba de algo mucho más simple que las grandes palabras que implicaban fuerzas de seres omnipotentes e inmensos, superiores a cualquier cosa que él pudiera ser.

No sabía si era el amor, inocente y puro como solo el primero puede serlo.

No sabía lo que era, pero sin duda era fuerte como los imanes que se ven atraídos por sus polos opuestos; como la gravedad de los mundos en los que habían estado y como el viento en mitad de una tormenta. Tan fuerte como la necesidad de una flor de abrirse camino en la tierra.

Más estruendo.

Más gritos.

Más temblores.

Luz.

La luz brotando de pronto del cuerpo que todavía sostenía en su abrazo, iluminando las paredes de roca que los aprisionaban en aquella burbuja de aire que los dividía del resto del mundo.

Y, en lugar de soltarla, la abrazó con más fuerza.

—Kari, estoy aquí. ¿Me oyes?

Más tierra sobre sus cabezas.

Una melodía armoniosa, gutural, baja y cadente que engulló cada hueco de roca, tierra, y cada poro y cada resto de sal que aún mantenían en sus pieles todavía frescas.

TK se esforzó por acercar todavía más, si eso era posible, el cuerpo de Kari al suyo.

El sonido al fondo parecía acoger cada sombra como suya, en un cántico hondo y casi infernal que avivaba la llama de la Luz como dos fuegos que colisionan a medio camino, en un encuentro nada fortuito que prendería con ese tipo de calor que al final tan solo deja ceniza a su paso.

Y TK se había prometido no permitir que algo así ocurriera.

Pasó un brazo por debajo de sus rodillas y cargó con ella como pudo, sorteando las rocas iluminadas por su cuerpo para llevarla adonde las otras rocas les habían obstruido la salida. Después se arrodilló para dejarla descansar con la espalda apoyada en la pared y miró el fondo de la cueva, adonde la luz de Kari no podía llegar.

—¿Quién anda ahí? —se atrevió a exigir.

La melodía vibró en un palpitar grimoso.

Se colocó delante de la chica, todavía arrodillado, y obligó a sus rodillas a no temblar mientras se ponía en pie.

—¿Qué buscas de Kari?

La oscuridad se contorsionó. Se convirtió en sombras que se enredaron y estallaron en sinuosas piruetas que terminaron convirtiéndose en la figura humana de una pequeña niña de cabello rubio y ojos azules como el mar en calma. Tan inocente y pura como el primer amor, y tan bonita y fuerte como una flor abriéndose camino en la tierra.

Ciento cuarenta minutosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora