Ella sabía que nada volvería
a ser como antes de aquel día,
tenía la sensación de que dolía.
Ya no podía más. Tuve que parar. Allí en medio de la nada, perseguida, escuchaba los gritos de mis compañeros que me llamaban, pero no quería seguir. No tenía sentido hacerlo. Dejé de luchar, giré la cabeza mirando atrás, deje de mirar a mis compañeros. No había nada. No. Nada es lo que había. Sentí una puñalada de frío y soledad en el estómago, un miedo infinito recorrió mi cuerpo, empecé a llorar y a temblar. Volví la mirada hacia las voces de mis amigos, pero ya no estaban. Se habían ido sin mí, estaba sola.
Ella, sola se ha perdido,
al final ha sucumbido.
¿Es verdad que ha vivido?
Nadie me recordaba, seguía ahí tirada, bajo el abrazo de la nada. La oscuridad de la noche alumbraba mi camino. No había nadie a mí alrededor que me viese. Pasé horas vagando por calles sin final, y sin principio. No veía más que nada.
Pero si recuerdo algo, era yo. Estaba sentada en un banco sonriendo y con lágrimas en los ojos. Me acerqué y me senté a mi lado. Paré de llorar y de sonreír.
-¿Dónde estoy?- Pregunté.
- ¿Sabes qué día es hoy?- Me respondí.
-No, creo que no.- Murmuré.
-Podría ser nuestro cumpleaños.- Me dije clavando la mirada en mis ojos.
-¿Y por qué no lo es?- Dije asustada.
-Porque has muerto, y ya no cumplimos años.- Dicho esto, me levanté y me tendí la mano.
-¿A dónde vamos?- Pregunté estrechando mi mano.
-A morir.- Respondí tirando de mí.
Ya no le dolía nada,
no estaba abandonada.
Pero ¿estaba acabada?
Desperté. Otra vez en aquella fría camilla. Atada de pies y manos, con la camisa blanca puesta. El doctor me miraba, como cada semana, mientras me quitaba la corona. Me ardía todo, un cosquilleo recorría mi lengua. Decía que yo era especial, que ayudaba a gente como yo. Pero nunca habló de alguien como yo que me ayudase a mí.
Sigo sola, siempre sola conmigo,
nadie más oye lo que pienso o digo.
Hacía mucho del último amigo.