Capítulo 8

35 2 3
                                    

Liu Kai compartía su caballo con el señor Li, Chen Yan se ocupaba de Madam Li y los dos hijos iban detrás de ellas, montados en el carrito viejo y destartalado.

Contrario a lo que creía Liu Kai, andar con esa peculiar familia no era tedioso. El matrimonio era decente, sin caricias exageradamente melosas y con la iniciativa de romper la tensión. Los niños no eran malcriados, actuaban con educación, compartían sus dulces e incluso lograban sacar algunas sonrisas. Había segundos de paz cuando eran necesarios y el silencio nunca fue incómodo.

Al tercer día de viaje, se detuvieron en medio de una ancha extensión de arena, para estirar las piernas. Li Yu corría alrededor de los insectos peculiares y de su hermano, extendiendo los brazos y brincando sin parar.

Algunas veces Chen Yan se unía a su juego, intentando alcanzarlo. Las carcajadas del niño aumentaron, simultáneamente lo hacía la calidez con la que sus padres trataban a los atractivos cultivadores.

Liu Kai miró a su compañera, que reía por la mueca que puso Li Elai cuando el niño menor se aferró a sus pantalones con las manos sucias. El pelinegro se dijo a sí mismo que hablaría con ella más tarde, pues pasaba mucho tiempo con los chicos y la inminente separación terminaría de una manera sombría.

Madam Li, luego de reprender a su pequeño, se paseó entre los presentes y ofreció a cada uno un puñado de semillas de melón tostado. Se ganaban la vida como campesinos y antes de salir de su antiguo pueblo habían empacado los últimos resultados de sus tan cuidadas cosechas. Las frutas frescas y dulces no faltaron en los lapsos de descanso.

Antes de que los inquietos dedos de Liu Kai se apoderaran de unas cuantas semillas, un mal presentimiento inundó su pecho.

El objeto envuelto en sus túnicas soltó leves cantidades de energía; sintió que las hojas desprovistas de color palpitaban contra su piel. Miró al este con recelo y se topó con que una nube creciente de arena era levantada.

Abrió la boca para avisar de los problemas, pero otra voz femenina se adelantó.

—Bandidos —informó Chen Yan.

Un escalofrío recorrió la espalda de cada integrante de la familia. Nadie tuvo tiempo de moverse, pues una lluvia de flechas silbantes se abalanzó sobre ellos. La mayoría de saetas ni siquiera rozó a los blancos, sin embargo, varias puntas afiladas desgarraron las prendas de ropa.

Liu Kai desenvainó su espada y cubrió con ésta al señor Li, que por poco era atravesado por dos rápidos objetos. A la distancia, seis figuras tomaron forma: media docena de tipos corpulentos que montaban equinos furiosos.

Li Yu empezó a llorar, alterando los nervios de todos. Los bandidos se acercaban gritando y agitando armas en el aire. Madam Li agarró con fuerza los hombros de sus hijos, mirando a ambos lados para buscar una salida; el señor Li dio un paso al frente para bloquearlos de la vista. Chen Yan se quedó estática un segundo, sin saber muy bien qué hacer.

—¡Vayan al pueblo más cercano! —ordenó Liu Kai —. ¡Suban a los niños en los caballos y huyan, los veré allí!

La pelinegra logró reaccionar y asintió. Empujó a los padres hasta los animales y, una vez posicionados, les pasó a los niños. Pero en lugar de buscar un espacio para sentarse a continuación, se acercó a las bolsas de cuero y sacó sus recientes adquisiones.

—Chen-guniang —la llamó Madam Li —, suba conmigo. Vamos, debemos escapar.

Li Yu le extendió su manita, como si tuviera la fuerza suficiente para ayudarla a trepar el lomo del corcel. La pelinegra le revolvió el cabello y sonrió lentamente con los labios apretados.

El brujo del velo rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora