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                                    Hamlet

La alarma de las ocho de la mañana resuena en mis oídos como cada día.

Abro los ojos y dejo que se adapten a la luz que entra por la ventana, colándose a través de la tela blanca de las cortinas.

No me gusta el blanco, tampoco me gusta que haya demasiada luz, así que tomo nota mental para cuando salga de compras conseguirme unas nuevas cortinas, preferiblemente de color negro.

Me quedo mirando mi habitación como si no tuviera nada más que hacer en el día, pero en realidad estoy contando en mi cabeza cuánto me costará hacer una remodelación, por lo menos, en lo que a sábanas y adornos se refiere. Hay un televisor de pared, un armario bastante amplio empotrado a la pared y una puerta blanca junto a este que conduce al baño. Creo que lo que más me gusta de todo es el baño. Tiene una bañera cuadrada tipo jacuzzi y una ducha en la pared adyacente. No me imagino cuánto debe haberle costado a la madre de Violeta comprar esa monstruosidad de bañera.

Admito que es una buena casa, cómoda, solitaria. Nunca nadie parece molestar y el viento que entra por las ventanas de cristal semiabiertas es bastante fresco, por lo menos no hace tanto calor como en mi pequeña ciudad natal.

Me levanto porque empieza a dolerme el cuello de lo torcido que lo tengo. Bastarán dos semanas para adaptarme al nuevo colchón, quizás más. Cuando me asomo al pequeño balcón que da al jardín, tengo un panorama completo de la parte trasera de la casa de Violeta y el jardín en cuestión. De hecho, su habitación queda de frente a la mía, y como no saber que es la de ella cuando desde aquí puedo ver el color rosa de las paredes en todo su esplendor. Esbozo una sonrisa porque de alguna forma me complace que continúe siendo la misma desde que éramos niños, demasiado atraída por el color rosa, pero en general por los colores chillones y las cosas que brillan.

El estómago me ruge, por lo que mis piernas me dirigen a la cocina, entonces recuerdo que no he comprado nada para comer y mis ánimos se hunden dos metros bajo tierra. Quiero pegarme una bofetada yo mismo por no hacer caso a mi madre cuando me dijo que fuera al supermercado a comprar víveres en cuanto llegara.

Ya me la imagino diciendo «¡Te lo dije, pero eres cabezón como tú padre!»

Respiro profundamente, tampoco tiene por qué ser tan malo. Tengo dinero suficiente, así que desayunaré algo en alguna cafetería y luego iré de compras. Un plan perfecto si contamos con que no sé dónde hay una cafetería por aquí cerca y dudo que Violeta sea tan amable de llevarme hasta una dado el conflicto de ayer.

Si ella supiera que mi intención no es que pierda la cabeza, por lo menos no por ahora...

Unos golpes en la puerta llaman mi atención. Cuando la abro, lo primero que me encuentro es un moño despeinado de colores diferentes: rosa, violeta y azul eléctrico en las puntas. Mechones caen sobre su frente y más abajo unos ojos cafés muy expresivos que se abren demasiado cuando me recorren desde el abdomen desnudo hasta mis ojos.

Sin embargo, no entiendo que hace aquí frente a mi puerta –que es su puerta, técnicamente– cuando ayer me dijo que no quería verme ni en pintura.

Me resulta gracioso los giros que da la vida, pero es muy temprano para irritarla, y con lo guapa que se ve en pijama de pandas me es casi imposible no apretarle los cachetes, así que me aguanto.

–¿Unicornio? –pregunto en lo que finjo sorpresa. Veo como traga con pesadez, como si fuera un huevo en lugar de saliva, y hace un intento para apartar la mirada pero peca cuando sus mejillas sonrojadas la delatan–. Entra –le indico con un movimiento de la cabeza y me hago a un lado para que pase, pero parece más desconfiada que un gato. Mira el interior de la casa como si fuera la cueva de un oso.

El chico que enviaba mensajes de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora