prefacio de un escrito que jamás terminaré

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quisiera contarle a usted, querido lector, el infortunio de mi mente, algunos recuerdos de los labios que pasaron por mis noches y la musa que consoló mis mañanas; porque para cuando haya terminado este escrito no habrá más tiempo ante mis ojos que el de un reflejo blanquecino y el llanto de quienes me quisieron. De todas formas, mi vida no será nunca efímera, ya que aún después de muerto mis lamentos abrazarán al condenado y acompañarán al sufriente. Mis memorias harán parte del club de recuerdos de miradas invisibles en aquellos cuyas manos ahora se marchitan.

Aún recuerdo aquella noche santa cuando ante mis ojos caía quien tuvo mi sangre. El pueblo de ese entonces no contaba con esos crepúsculos arrebolados que tanta ilusión me hacían y el aroma a tinto y tristeza era presente por todo el cementerio. Los amigos de mi padre rodeaban su deprimido cuerpo mientras borrachos alzaban las copas por quien alguna vez fue Luz María, mi abuela, aquel fatídico ocho de agosto. Mi madre, fuerte por naturaleza, ya había adoptado un semblante débil y notaba en su rostro apagado pequeñas gotas que humedecían sus mejillas, pero nunca lloró. Aquella que alguna vez fue persona y poco a poco se iba adentrando a la tierra que antaño cultivó se veía más feliz que nunca. Murió con una sonrisa.

Ese mismo día en la sala de la casa se discutían sus hijos quién iba a ser el nuevo dueño del lugar de sus infancias, donde los perros correteaban sus colas y sentado en el viejo sillón rojo, persiguiendo con los ojos unas pequeñas mariposas verdes, se hacía su padre. Mientras ellos discutían y el aire se tornaba denso y grisáceo mi yo, pequeño en esos momentos, lactante de entendimiento, se encontraba pensando en su situación, aún no entendía lo que pasaba: la muerte se le escondía.

Tiempo antes de tal jornada melancólica había hablado con la difunta. El anillo que aquella señora guardaba en su dedo era más brillante que la luz de sus claros ojos:

- Abuela, ¿por qué llevas ese anillo en tu dedo?

- Mijo – respondió con su suave y desgastada voz – toca mis manos, son frágiles y débiles, viejas como yo, arrugadas como lo estarán las tuyas. Este anillo fue mi juventud, esos momentos de vida en los que me preguntaba lo mismo que tú y jugaba en los mismos montes con las mismas luciérnagas. En esta bandita está el sentimiento que me dio tu abuelo cuando corríamos por los prados que ahora envejecieron, este trocito de vida me lo dio él cuando consagró su vida a la mía. Este anillo, mi vida, es lo que fue mi historia.

- Pero abuela, ¿ya no te queda chico?

Y con esfuerzo lo separó de sus dedos, recorriendo torpemente cada una de sus falanges abandonó su cuerpo, y dirigiendo su vista a mi frente, con sus grandes manos abrazando las mías, dijo:

- Puede que ya me siente chico, por eso te lo daré. Aún no se sujeta a tu piel, pero cuando conozcas a quien será tu amada se aferrará a tu cuerpo tanto como él a mis memorias. No lo pierdas, es mi pequeño regalo...

Sigue guardado en mi baúl de los recuerdos, esperando la llegada de quién sabe quién a levantar mis madrugadas y velarme en las tardes.


miro de lejosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora