Finale

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Ahora estaba viajando entre las nubes. Su pequeñita bebé descansaba en su regazo, cubierta por una cobija gris casi celeste como los bonitos ojos de su alfa.

Varias personas le habían expresado su confusión con respecto al color de aquella manta que Harry había escogido, pues decían que el azul era para los cachorros varones y que el rosa habría sido mejor elección dado el género de Alaska. Harry sólo respondía de la forma más educada posible que él no seguía jodidos estereotipos y que si quería una puta manta celeste para su hija la tendría.

Porque el celeste era mucho más significativo, porque el celeste despertaba en el sensaciones de calma, de alivio, de esperanza, porque el celeste lo llevaban los ojos del alfa que tanto amaba. Porque Draco era el celeste, y ahora lo sabía, el celeste jamás lo traicionaría.

Y es que, además, Draco siempre había sido su manta, su cobija, su refugio, porque envuelto entre sus brazos el frío se alejaba, la calma lo inundaba y él se acurrucaba entre la suavidad de su tacto.

Draco era la perfecta manta celeste, aquella que Harry no supo apreciar desde el principio, aquella que el omega maltrató creyendo que no era merecedor de su acogedor calor, prefiriendo quedarse con el frío al que ya se había acostumbrado. Y aún así, maltratada y adolorida, su manta celeste volvía a él para abrazarlo una vez más, para calmarlo de todo dolor, para abrigarlo y darle la sensación de que regresaba a casa.

Y Harry quería que su bebé también tuviera su propia manta celeste, aquella que la hiciese sentir a gusto con la suavidad de su roce como si estuviese en una tarde tranquila en casa y no en su primer vuelo de avión. Aunque en aquel caso era literal, y no metafórico como lo era con Draco.        

En fin, le gustaba el celeste.
Y allí estaba, atravesando aires europeos, arribando hacia Italia solo para ver al jodidamente hermoso amor de su vida.
Los planes habían sido cambiados. Se suponía que a Draco lo trasladarían a Inglaterra en cuanto fuese posible y allí sería su reencuentro con todos, pero, debido a las ansias de Harry, decidieron trasladarse ellos a Italia para acompañarlo en su recuperación.               
  
Y Harry estaba emocionado, aunque temeroso. No sabía en que condiciones se encontraba Draco ahora mismo, no sabía que tan lastimado estaba externamente. Solo sabía que apenas lo vería se echaría a llorar.

Tras aterrizar en Roma, Harry y su bebé, junto a Seamus y una pequeña porción de la familia de Draco, se dirigieron en autos escoltados por guardaespaldas hacia el hotel en el que se hospedarían durante su estadía allí.

Harry ni siquiera sintió ganas de curiosear su cuarto de hotel, ni de detenerse a contemplar los increíbles lujos de este, ni la maravillosa vista. Sólo tenía mente para Draco. Por lo que, apenas cambió el pañal de su pequeña y la alimentó, la dejó al cuidado de Seamus, listo para partir hacia el hospital, el cual, al parecer, no quedaba muy lejos de allí.

Fue una alegría para Harry saber que el hospital sólo estaba a pocas cuadras, por lo que podría visitarlo sin problema cada día y regresar para estar con su hija.

Narcisa y Harry ya estaban allí, a escasos minutos de ingresar a la habitación en la que se recuperaba Draco. El corazón del omega latía desbocado, sus manos sudaban un poco por el nerviosismo, por la incertidumbre, por el desespero.
Se encontraban atravesando un corredor de ambiente frío y aséptico, escuchando las palabras de un médico que los guiaba. Pero Harry no entendía su dialecto, mas no importó, nada importó un segundo después, cuando sus pies ya pisaban el cuarto de Draco y sus ojos vislumbraban la figura de su alfa tendido en aquella camilla, rodeado de monitores, conectado a cables y a tubos repartidos por su cuerpo.

Su corazón se oprimió al instante, y sus ojos se cristalizaron.

—Dray... —murmuró con su voz quebrada, dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas mientras se acercaba con cautela.

Sublime Dominación - DrarryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora