Angostura es el lugar donde vivo. Está rodeado de montañas separadas por un río. Solo hay una escuela y un centro de salud rural. Los vecinos se encuentran muy lejos el uno del otro. Se ven algunas casas a orillas del camino de tierra que serpentea a través de los cerros. Llueve mucho, y en invierno cae nieve. El aire es puro y dulce.
No recuerdo de lo que hacía antes de nacer mi hermana Laura. Ya soy grande, tengo 14 años y estoy en octavo básico. Vivo con mis padres y mis hermanas en una escuela rural. Mis padres son los profesores y mi sala de clases se encuentra junto a mi dormitorio. Es divertido vivir en una escuela. No tengo que levantarme de madrugada para tomar micro o caminar mucho tiempo para ir a clases. Todo está cerca, al lado. No hay restricciones para los automóviles y puedo respirar el fresco aire de la mañana que tiene un olor dulce a tierra mojada, mientras mi perro salta y ladra dejando sus huellas embarradas marcadas en mi ropa seca. Soy feliz.
Mi hermana Laura llegó hace 9 años, pero aún duerme con mis padres. Tiene una salud frágil, dicen. Cuando era pequeña, recuerdo que íbamos al Hospital San Francisco de Asís a sus controles mensuales. Mientras esperábamos que la viera la doctora Soto, nosotras corríamos por los pasillos, pero cuando mi hermanita veía que la doctora abría su puerta, quería huir. Mi madre la sujetaba firme pero con delicadeza mientras le rogaba que se calmara, que todo estaría bien, y se cerraba la puerta tras ellas.
Yo me quedaba sola en la sala de espera, escuchando sus gritos, me acercaba a la figura de yeso que estaba en una esquina del pasillo y le hablaba de lo bien que se portaba mi hermanita y que por favor la sanara, que no me gustaba verla sufrir. También, me ponía a contar las pequeñas baldosas que se agrupaban en la pared de color verde y café. Veía a las personas que llegaban. Se sentaban suavemente en unas bancas acomodadas en dos filas. Unas miraban a las puertas de los box de atención y las otras, de espaldas, miraban hacia las murallas que tenían una mitad de baldosas verdes en distintos colores y la otra mitad de arriba con un muro liso de color café oscuro. Todos tenían diferentes caras y yo les observaba intentando adivinar quién era el enfermo y quien le acompañaba. Pensaba en cuántos de ellos iban a morir pronto y quienes podían sobrevivir. Para ese entonces no comprendía muy bien qué era la muerte, solo sabía que todos le temían.
- Aún no sube su hematocrito - decía la Dra. Soto - y su peso aún no se estabiliza. Probaremos con estos nuevos medicamentos y comida suplementaria y el próximo mes veremos. Lo lamento, sra Pineda.
Mi mamá sentía que se desvanecía - !otra vez no¡ - pensaba con un suspiro largo y quejumbroso.
Hacía dos meses en que mi hermanita iba subiendo de peso y de hematocrito, es decir, estaba superando su anemia pero ahora se había mantenido y volvíamos a empezar.
Así recuerdo los primeros años de vida de Laura. Cada mes volvíamos de los controles con unas gotitas nuevas, comida suplementaria a cuestas y con mi mamá aguantando las ganas de llorar. Aferraba fuertemente a su bebé en brazos, temiendo que el destino se la arrebatase. Mi hermana pasó a ocupar el primer lugar de las preocupaciones. Y yo me acostumbré a tener, cada vez, más libertad.
En esos años vivíamos en un pequeño pueblo, Furray. Yo tenía unos 5 años, estaba en Kinder y tenía una amiga que vivía en la casa de al lado. Mis padres trabajaban en la Escuela Básica y nuestra casa estaba muy cerca del cementerio, en el borde del bosque. Recuerdo que una tarde de invierno, cuando mi niñera fue a cerrar las cortinas, se encontró cara a cara con un joven demacrado que nos hizo saltar del susto. Resultó que había ido al monte y estaba perdido, acercándose a la primera casa con luz que vió. Pobre de Aurora, casi se infarta al ver ese rostro, y salió gritando que había un muerto en la ventana, dejándome allí frente al él.
Luego, de ese episodio traumático, nos quedamos sin niñera y nos mudamos a una casa que estaba cerca del estadio. Era una casa ubicada en una esquina, que al frente tenía una gran piedra, tan grande como una casa y sobre ella se hacía pequeñas lagunas. Con los hijos de los vecinos nos juntábamos a jugar ahí, aunque estaba prohibido por nuestros padres. Era nuestro castillo, nuestra pradera con pistoleros como en las películas, nuestro bosque con duendes y ogros o cualquier escenario que nuestra imaginación llevara ese día.
Mis padres no estaban en el día. Llegaban a las seis de la tarde y yo, aunque no sabía ver la hora, podía intuir la vuelta a casa. Mi hermanita y yo estábamos siempre con una niñera diferente. Una vez vi que una de ellas le pegaba, porque no quería comer y se lo dije a mi mamá. Nunca más la vimos. A veces, aprovechaba la hora de la comedia, sabía que la niñera de turno estaría distraída, y me iba a dar unas vueltas a la manzana en busca de amigos para jugar. Cuando no los encontraba, iba a visitar a una anciana que vivía en la cuadra, la que tenía muchos gatos y me invitaba algunas manzanas mientras conversábamos. Yo la escuchaba, porque creo que se sentía tan sola como yo. Anhelaba que Laura creciera pronto para jugar con ella. Me imaginaba todos los juegos entretenidos que tendríamos y era feliz con ello.
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Bajo el manto blanco de la noche [En Curso]
Misterio / SuspensoEn el lugar más aislado y seguro, una joven ha desaparecido. Todos participan de su búsqueda, pero solo ella sabe dónde está y dará las pistas para ser hallada y desenterrar oscuros secretos de sus habitantes. Elena, es una adolescente de 14 años, q...