Aventuras infantiles

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Laura siempre ha sido pequeña. Su cuerpo parece una marioneta, pienso que en cualquier momento se puede romper. Su pelo rubio y liso se enreda en una trenza que cuelga como lazo en su espalda. Sus pecas son más notorias que las mías y sus ojitos color miel parecen brillar siempre. Su contextura frágil contrasta con su carácter fuerte y decido. Es alegre y nunca se queja de dolor alguno. Siempre está tras de mí, haciendo lo yo hago, trepando árboles y cercas y, aunque es difícil, lo intenta hasta que lo logra.

Cuando aún vivíamos en el pueblo, mi hermana era bebé, por lo que solo recuerdo aventuras a solas. Como aquella vez que me subí al árbol que había en el patio del Kinder y no se me antojaba bajar. Las tías tuvieron que llamar a mis padres, y llegó mi mamá. Insistía en que bajara y yo le provocaba para que subiera a buscarme.

Desde arriba podía ver el techo de la casas, a mi madre, tías y compañeros que se movían como hormigas en el suelo. Como todos los ruegos, amenazas y sobornos no lograron bajarme, todos entraron a la sala. La estrategia funcionó, pues ahí todo se volvió aburrido, así que decidí bajar sin problemas. Una vez en el suelo, aparece mi mamá que me regañó de tal manera que aún lo recuerdo.

Otra vez, organizaron un desfile de disfraces. Yo quería ir de enfermera y mamá dijo que me vería encantadora de ¡conejo!

Arrendó un disfraz hermoso que tenía unas largas orejas blancas y rosadas y una colita muy mona hecha de algodón, y como guinda del pastel, se le ocurrió que fuera mordiendo una gran zanahoria. En teoría, muy adorable para mis padres pero totalmente en desacuerdo con mis deseos. Un conejo no se asemejaba en nada a una enfermera. Sin embargo, no fueron suficiente mis argumentos por lo que me metieron dentro y nos fuimos. Además, hacía poco que me habían crecido unos grandes dientes blancos, en reemplazo de mis dientes de leche, y así se pueden ver en una vieja fotografía conmemorativa de la ocasión donde el disgusto por tal disfraz en mi rostro, es evidente.

Después del desfile, la chochera de mi madre y aguantar los correspondientes pellizcos en las mejillas de parte de sus colegas presentes, la niñera sería la encargada de llevarme a casa.

Que humillación más grande, pasearme por todo el pueblo vestida de conejo, después del evento.

Como, aún, era temprano la niñera pensó que sería buena idea detenernos en la plaza, a jugar un rato. Mientras estaba sentada en una de las macetas que rodeaban un gran árbol, pensando en lo que podía hacer mientras estuviera con ese disfraz, se me ocurrió una dulce venganza contra el inocente animalito de felpa.

Me senté sobre la delicada y mullida colita de algodón blanco, comencé a arrastrarle por alrededor de la maceta y luego sobre el pasto, imaginando que era un alegre conejito saltando en el campo, libre y sucio.

No puedo recordar cómo quedó el disfraz, pero sí la palidez del rostro de mi madre cuando lo fue a devolver.

...

Bajo el manto blanco de la noche [En Curso]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora