"Tendremos una mejor vida", repetía su padre, Raimundo Lexington, mientras conducía hacia la ciudad, tras haber conseguido un nuevo trabajo como operador de maquinaria en una fábrica de autopartes. Estaba feliz de que Alejandra Yerovi, su esposa, ya no tuviera que pasar más de diez horas en la pescadería, por un salario mínimo, mientras su anciana madre cuidaba a las niñas. Vendió la casa que le había heredado su padre y todas sus pertenencias para comprar una casa totalmente equipada en un barrio nuevo, en una ciudad nueva, con unos maravillosos nuevos vecinos. "Gente de bien, colaborativa y amable", según describió el agente inmobiliario.
—¿Hay gente como nosotros? —preguntó Alejandra, sentada frente al agente inmobiliario.
El hombre los observó temeroso de hacer un comentario inapropiado.
—Gente de bien, sí, gente trabajadora —contestó mientras le arrimaba los papeles a Raimundo.
—Gente negra, familias de negros —aclaró molesta.
—Alejandra... —habló Raimundo llamando su atención.
—¿Qué tiene de malo preguntar? No quiero que seamos la única familia negra en todo el barrio, ya sabemos cómo terminó eso la última vez —contestó a su marido.
—No tiene de qué preocuparse, se lo aseguro, es un barrio en contínuo crecimiento. Hay otras dos familias n-negras, que se han mudado recientemente por la zona —el hombre recibió el papel firmado con una sonrisa—. El mundo está cambiando, señorita, la gente de nuestra ciudad está aceptando la idea de integrarnos como personas civilizadas.
Chayna cantaba junto a sus dos hermanas menores, de tres y cuatro años, en el asiento de atrás del coche. Alejandra continuaba la canción con una sonrisa, compartiendo comentarios sobre cómo sería la vida en su nuevo hogar. Tras veinte minutos conduciendo fuera de la ciudad, llegaron a las estrechas calles del barrio. Las casas todas en color pastel, el césped recortado alrededor de los pequeños caminos de piedra, las flores relucientes en los canteros. Los niños vestidos con sus mejores prendas jugando en la vereda, las esposas conversando entre ellas con el cabello impecable. Todos rubios o pelirrojos, de tez y ojos claros. Los presentes voltearon a ver el coche, pero no con la mejor de las sonrisas, sino cuchicheando por lo bajo con una mueca de desagrado. La familia de Lexington también dejó de sonreír, Alejandra apoyó la mano en la pierna de su esposo y dio un apretón firme, tan firme como apretaba los labios.
Los primeros días fueron felices. Su nuevo hogar era cálido. Tenía cuatro habitaciones amplias, una sala con estufa a leña, cocina equipada con todo lo necesario, comedor con ventanales, y un patio grande, al fondo, con piscina. Pasaron la mayor parte del tiempo dentro de la casa, a no ser que fuera estrictamente necesario traer comestibles. Fue perfecto, hasta que la rutina los llamó: Chayna tuvo que ir a la escuela y Raimundo al trabajo.
Por varias semanas ninguno de los dos decía mucho sobre la vida fuera de la casa, a cada pregunta contestaban que "todo estaba bien". Sin embargo, fueron cambiando conforme pasaban los días. Raimundo dejó de hablar con la alegría que lo caracterizaba, se sumergía en su propio mundo y desde allí repartía respuestas escuetas. Chayna pasaba demasiado tiempo encerrada en su habitación, dibujando, con la música a todo volumen. Alejandra lo notó y comenzó a fumar. Lo había dejado al quedar embarazada de su última niña, pero la ansiedad llegó como un monstruo ante la incapacidad de preguntarle a su marido, o a su hija mayor, qué era lo que estaba pasando. Sería reventar la burbuja del sueño en el que habían elegido vivir.
Burbuja que de un momento a otro reventó sola.
Lo primero fue levantarse una mañana y encontrar montones de excrementos cubriendo todo el césped frente a la casa. El hedor era tan nauseabundo que no podían abrir las ventanas porque no había aromatizante de ambiente que le hiciera frente. Fue imposible quitarlo todo, tuvieron que lavar el césped por varios días hasta que se absorbió por completo. No quisieron llamar a la policía en ese momento para no armar un alboroto frente a todo el vecindario, significaría darles el gusto del espectáculo, además no sabían con qué clase de persona acabarían tratando y si los culparían de fomentar el acto con alguna actitud reprochable.
Días tras día los gestos de odio fueron escalando. Lanzaban rocas con mensajes groseros a las ventanas. Pegaban carteles en los vidrios. Dañaron el coche con pintura y cuchillos. Y escribieron sobre la vereda de enfrente: "váyanse, no los queremos aquí".
Hasta que un mediodía Chayna llegó a casa y encontró la puerta abierta. El sonido lastimero del llanto se oía desde la sala que daba al patio del fondo. Era un llanto agónico. Se le hizo un nudo en el estómago al caminar entre los muebles caídos, la cristalería rota, y los resbalones de sangre que se extendían por todo el pasillo. Encontró a su mamá desnuda, llena de cortes por los que aún brotaba sangre fresca. Su rostro estaba hinchado y sus ojos ennegrecidos a golpes. Ella estiró la mano mientras lloraba amargamente a gritos ahogados. Chayna comenzó a temblar. Guió la vista por otro rastro de sangre que llevaba a la piscina, y flotando en el agua sucia estaban los cuerpos brutalmente masacrados de sus dos hermanas.
Alejandra jamás volvió a ser la misma, quedó postrada en una silla de ruedas incapaz de hablar una sola palabra. Después del espantoso crimen de odio, Raimundo no pudo concentrarse en su trabajo, y acabó perdiendo un brazo: quedó atrapado en una de las máquinas que manejaba. Nadie lo ayudó, sus compañeros se reían mientras él gritaba de dolor, y tras el accidente, fue despedido. Todo se vino abajo. Tuvieron que irse de allí tan pronto como pudieron, a la casa de la madre de Alejandra, de vuelta a la pobreza.
Chayna no quiso volver, estaba por cumplir la mayoría de edad, así que decidió quedarse trabajando en un bar de la ciudad, donde luego conocería a Gilberto.
...
El coro de los niños de la Iglesia acabó de cantar.
Todos los presentes se pararon y aplaudieron con entusiasmo. Los niños desfilaban a cambiarse a una sala junto al escenario, acompañados por el sacerdote de turno, mientras sus padres conversaban en el salón principal.
—Gracias, es un gusto verte bien —contestó Chayna ante los halagos de otra madre hacia su hijo, que participaba del coro. Luego colocó la mano con cariño sobre el hombro de su esposo—. Voy a buscar a Edison.
Chayna levantó un poco su vestido y caminó hacia aquella sala, la cual conectaba con un pasillo largo que se extendía hacia la izquierda. Allí estaban las oficinas, la cantina-comedor y las aulas de ayuda complementaria. Algunos niños venían caminando, con la ropa habitual y la toga blanca colgando de un brazo. Ella prosiguió sin pedir permiso, conocía que al fondo de ese pasillo estaban los baños públicos. Se asomó escuchando la voz del sacerdote, susurrando algo que no pudo entender. Cuando lo vio, se estaba acomodando la sotana frente a un niño cabizbajo, que todavía vestía su toga. El hombre la miró, serio, y el niño, al verla, salió corriendo por su lado. Chayna salió de allí sin comentar nada. Se cubrió la boca con la mano temblorosa.
—¡Mamá! ¡Por aquí! —gritó Edison—, ¡nos estamos cambiando en el aula!
Chayna vio a su hijo asomar la cabeza desde una de las puertas en el pasillo y caminó hacia él con prisa.
—Ven, Edison —ordenó Chayna, sujetando su muñeca con firmeza.
—Pero mamá... —reprochó el niño mientras caminaba a los tropezones junto a su madre.
—No digas nada y camina —murmuró.
Al ver hacia atrás sobre su hombro, la figura del sacerdote estaba de pie en el pasillo, observándola con atención.
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Recuerdos de nuestra tierna infancia
HorrorDespués de pasar veinte años alejado de su familia por culpa de su estricto padre, Alex vuelve al pueblo de su niñez. Y los bellos recuerdos que tenía de niño vuelven con él, pero con turbios detalles que había pasado por alto. Varios reencuentros...