—El hijo de la familia Santis volvió al pueblo —comentó el oficial, parado en la puerta de la comisaría—. Lo vimos ayer en la Iglesia.
La calle principal solía atestarse de pueblerinos pasado el mediodía; la mayoría salía a hacer las compras para el almuerzo o volvía de su jornada matutina. Sobre la vereda, frente a la comisaría, había un coche blanco con la ventana baja, de donde salía una fina estela de humo. El hombre llevaba lentes oscuros y el cabello peinado hacia atrás, su brazo descansaba sobre el borde de la ventana.
—¿Cómo era el nombre...? —Sacó el cigarro y le dio un par de golpecitos para deshacerse del exceso de ceniza—. Alex. Era un muchachito bastante insolente y revoltoso. Ya sabes lo que dice el dicho...
—Palo que nace torcido jamás su tronco endereza —se acomodó el cinturón bajo la panza regordeta—. Lo mantendré vigilado por si acaso. Ten una buena tarde.
—Gracias, Peter —Tiró el cigarro hacia una gran maceta de cemento que había sobre la vereda, luego arrancó el auto.
...
La viuda de Santis, Estela Leblanc, mantenía la casa dando clases de apoyo a chicos con dificultades de aprendizaje.
A sus veintitantos trabajó como ayudante educativa en la escuela del pueblo, tenía los conocimientos básicos necesarios en las materias esenciales, incluso llegó a trabajar como suplente en idioma español; pero no pudo desarrollarse como profesora porque su padre la impulsó a contraer matrimonio con un miembro respetado de la Iglesia: Andrés Santis, que era once años mayor que ella y tenía la idea precaria de que las mujeres no tenían la necesidad de trabajar. Estela debía hacerse cargo del hogar y de los niños, tal como se acostumbraba en la época. No era algo fuera de lo común que las muchachas jóvenes se casaran por arreglos convenientes dentro de la Iglesia, por tanto no era cuestionable; de hecho era frecuente. Lo mismo le pasó a Paula Leblanc, que por ser considerada una muchacha especialmente hermosa fue entregada a un parisino adinerado muy importante para la institución, veinte años mayor.
Cuando Andrés vivía, le permitió a Estela dar clases de apoyo por la tarde, en tanto él se reunía con algunos miembros de la iglesia. Feliz de poder hacer lo que amaba, creó un espacio didáctico dentro de un invernadero en desuso. Pidió que le donaran algunas sillas viejas, y con cajones de verduras armó mesas y una biblioteca rústica. La iniciativa fue bien recibida por las demás familias, que enviaban a sus hijos a la casa de los Santis, al menos tres veces a la semana. Entre estos niños, que eran pocos, se encontraban los gemelos de Francesco Roy. El niño era sociable; se comunicaba de forma elocuente. Realizaba con poca dificultad las tareas que se le ofrecían. Usaba el cabello corto, color azabache, y tenía los ojos de un color avellana intenso. Su motricidad era aceptable. La única rareza que tenía era quedarse ausente, mirando a la nada mientras sus dedos se movían con suavidad, como si tocara las teclas de un piano invisible; parecía contar puntos en la pared. Movía los labios, simulando tararear una canción, se quedaba así con frecuencia, con una sonrisa. Estela lo sacaba de ese trance tocando su hombro con suavidad. Cuando él la miraba, le costaba reconocerla, luego poco a poco, segundo a segundo, volvía en sí. La niña no hablaba. Ella tenía el cabello largo, ondeado, y los ojos del mismo color que su hermano. Iba de un lado al otro con la cabeza ladeada sobre su hombro izquierdo, pensativa. Sabía escribir. Podía realizar cuentas simples. Y usaba su lenguaje corporal para comunicarse. Elliot y Elizabeth Roy.
Todos jugaban con Elliot, pero nadie quería jugar con Elizabeth. Ella los perseguía con una expresión atenta, aunque carente de alegría, haciéndolos sentir escalofríos.
...
—¿Qué estás buscando? —preguntó Isabela en tono jovial y una amplia sonrisa al ver que Alex rebuscaba en los estantes de la biblioteca. Estaba parada al pie de la escalera con una toalla envolviendo sus cabellos.
—La llave del granero —la miró con expresión alegre—. Papá la guardaba aquí —señaló un cajón—. Sé que es tonto pensar que después de tanto tiempo seguiría en el mismo lugar, pero bueno, no me los imagino cambiando de costumbres.
Isabela negó con la cabeza mientras su expresión cambiaba de forma abrupta a otra de incomodidad y nerviosismo.
—No se abre el granero —hizo una pausa y volvió a negar—. No se abre el granero —repitió enseguida—. M-mamá —sacudió la cabeza desviando la mirada y luego volvió a sonreír—, tiró la llave del granero, porque está muy deteriorado y ya no se usa.
Alex se enderezó. Sus ojos analizaron detenidamente el comportamiento de su hermana. Le estaba mintiendo. Isabela subió las escaleras al grito de "voy a secarme el cabello" y abandonó cualquier cuestionamiento.
Esa noche Alex observó el viejo granero por la ventana de su dormitorio, la cadena oxidada que mantenía cerrada la puerta principal se sacudía por el viento, y el viejo candado golpeaba contra la madera. No podía evitar pensar qué otra cosa estaba escondiendo el granero, además de los recuerdos de su romance con Edison. ¿Qué tipo de cosa podría haber puesto a su hermana a tartamudear? Con eso en mente se acostó a dormir.
"No se abre el granero".
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Recuerdos de nuestra tierna infancia
HorrorDespués de pasar veinte años alejado de su familia por culpa de su estricto padre, Alex vuelve al pueblo de su niñez. Y los bellos recuerdos que tenía de niño vuelven con él, pero con turbios detalles que había pasado por alto. Varios reencuentros...