3: Mentiras

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Después de un desayuno abundante, la familia Santis se subió a la vieja camioneta para ir a la iglesia

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Después de un desayuno abundante, la familia Santis se subió a la vieja camioneta para ir a la iglesia.

—¿El pastor Anderson todavía vive? —preguntó Alex desde el asiento delantero del acompañante.

—¿Ese es el pastor que se mudó a la ciudad después de... —comenzó Isabela pero Estela la interrumpió.

—Cinco años después de que tu hermano se fue, sí —prosiguió tajante—. Pero el alcalde trajo a dos pastores nuevos de la ciudad. ¿Has ido a la iglesia en París? —preguntó Estela con la evidente intención de cambiar de tema.

—No mucho la verdad... —mintió Alex—. No lo incorporé en mi rutina como ustedes, porque además de la escuela y los talleres, viajaba mucho con la tía Paula —Observó a su madre por el espejo retrovisor, ella apretó la boca, gesto que hacía cuando se mencionaba algo que la disgustaba—. Ya de adulto... —pensó bien la forma de decirlo, no quería decepcionar a su madre, que era una mujer muy devota y chapada a la antigua—, digamos que perdí la costumbre.

Salieron de la calle de tierra y atravesaron el pueblo. La iglesia estaba en un cerro alto cerca de la entrada. Era tanta la gente que se congregaba que a veces los devotos escuchaban la misa desde afuera; por lo que era importante llegar temprano.

—Nosotros seguimos asistiendo a misa, todos los días a las nueve de la mañana —contó Isabela—, los que trabajan por la mañana tienen otra misa a las nueve de la noche.

Cuando Alex vio la escalera que daba al majestuoso edificio, suspiró; no recordaba la energía de niño que tenía para subirla todas las mañanas, de la mano de su madre. Lo más nítido que había en su memoria era el rostro cansado de su padre, haciendo muecas de dolor cada vez que le crujían las rodillas. Para él la peregrinación era más importante que su propia salud.

Al subir las escaleras la primera vista era del patio enorme de piedra basalto, rodeado por muro de ladrillo. Más adelante estaba la entrada a la iglesia de marcado estilo barroco, subiendo unos pocos escalones de piedra. El salón principal era muy amplio, con columnas de mármol cerca de las paredes, donde había estatuas de los santos. Al centro había un pasillo despejado que llegaba al altar mayor, y a los lados, bancos de madera.

La familia Santis hizo el recorrido hasta el interior de la iglesia, consiguiendo lugares para sentarse. Estela se encontró con varias amigas que compartía con Isabela y se quedaron conversando mientras todos se acomodaban. Alex miraba los alrededores buscando la figura de Edison, hasta que lo encontró sentado en la primer fila, acompañado por su padre, ambos vestidos de forma muy humilde y recatada.

—Mamá, vengo enseguida, no me tardo —se disculpó Alex con una sonrisa.

Caminó por el pasillo entre los devotos que comenzaban a duplicarse segundo a segundo y se paró frente al señor Gilberto, ignorando a Edison, que al verlo se quedó atónito, con el estómago apretado de nervios.

—¿Usted es el señor Gilberto Bernier? —preguntó Alex con voz amable y extendió la mano para saludarlo.

—Él mismo, hermano mío, ¿qué se le ofrece? —contestó el hombre avejentado, y estrechó su mano con entusiasmo.

—Señor, soy Alex Santis, mi madre lo tiene en alta estima. Quiero agradecerle que las haya cuidado tras la muerte de mi padre. Era un hombre muy testarudo y se portó muy mal con su familia, a pesar de que usted fue su mejor amigo. Hasta hoy me avergüenzo de su actitud. También quiero aclararle que nunca fui partidario de su ideología, de hecho mi prometida es una mujer negra, por lo cual entenderá que recién vuelva a la casa de mi infancia... —mintió descaradamente.

El anciano se paró sin decir nada y lo abrazó, palmeando su espalda con energía. Chayna era la fibra sensible de Gilberto, la había amado con gran pasión hasta el día de su partida y la recordaba siempre con la angustia de haberla perdido, aunque su relación con ella lo hubiera apartado de mucha gente querida. Ella era todo el mundo de Gilberto y la prefería por sobre todos los que emitían juicios sobre ella y el amor que compartían, así que se vio reflejado en el cuento con segundas intenciones de Alex.

—Muchacho mío; tanto tiempo obligado a estar lejos de tu familia. No eres tú el que me debe una disculpa —cuando se separó de él, pudo ver sus ojos vidriosos. Gilberto se limpió las lágrimas con los pulgares y señaló a Edison—. Este es mi hijo, Edison.

Alex le extendió la mano con rapidez, fingiendo no conocerlo.

—Un gusto, Edison —cuando lo soltó, no se privó de acariciar la palma de su mano con la yema de los dedos, haciendo que se pusiera aún más tenso.

Edison le siguió el juego con un tímido "el placer es mío", y Alex volvió la vista al viejo Gilberto.

—Son bienvenidos en mi casa cuando gusten. Estaré quedándome por un tiempo, así que nos vemos pronto señor Gilberto. Y de nuevo, gracias.

Se retiró sin ver a Edison a los ojos, actuando con desinterés. El plan inmediato de Alex era ganarse la confianza de Gilberto para poder acercarse a su hijo; ambos tenían una larga conversación pendiente.

—Quise agradecer al viejo Gilberto por cuidar de ustedes todo este tiempo —aclaró Alex cuando volvió a sentarse junto a su madre—, no recordaba que tenía un hijo de mi edad... —mintió a fin de despertar algún comentario.

—Pobre muchacho... —comentó su madre.

Alex se removió en su asiento, intrigado. Isabela se acercó para hablarle en secreto:

—Dicen que se le metió el demonio —susurró y Estela alcanzó a oírla—, se rumorea que tenta...

—Isabela —interrumpió su madre por lo bajo, con voz áspera—. Lo importante es que ya está bien. Está curado. Y es un buen muchacho. Se acabó el tema —ordenó mirando de soslayo al resto de los congregados, temiendo que alguien los oyera comentar.

A pesar del intento de su madre por frenar el chisme, Alex pudo imaginar cómo terminaba la frase, recordando lo que Edison le había dicho.

"Tentaba a los hombres".

Recuerdos de nuestra tierna infanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora