Capítulo II

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No estuvo presente la madrugada en que el entrenador Giraldo mató a un hombre en medio del campo de béisbol. Marlon venía de regreso a la ciudad en su moto, luego de haber llevado a Ana María hasta Rionegro, en un gesto solidario para que ella no tuviera que gastar pasajes de Air-Cab, cuyas tarifas nocturnas solían ser costosas. Llevaban ya dos meses sin ser novios por mutuo acuerdo, pero de cuando en cuando declaraban una especie de tregua y entre los dos pagaban una habitación. Habían pasado una buena noche y se despidieron con un beso en la comisura de los labios.

Cuando llegó a su casa, guardó la moto en el garaje, abrazó a su hermano y saludó a su madre con un beso en la frente; soportó desde su cuarto el volumen atronador con que doña Alma, tan insomne como él, escuchaba la retransmisión del noticiero nocturno y escuchó a medias sus comentarios dirigidos a nadie sobre por qué el país estaba como estaba. Esa era una parte del guion de su vida diaria que rara vez sufría alguna variación. Antes de irse a dormir, pasadas las tres y media, Marlon sintió que la casa se llenaba con la voz dulce de la presidenta Arteaga cantando, primero, el Himno Nacional (que, por ley, debía sonar mínimo cinco veces al día en cada hogar) y a continuación, la canción «Sobre tierra roja», el primer gran éxito musical de la presidenta a nivel mundial; el crimen del entrenador, a esa hora, ya había ocurrido y él fue una de las pocas personas que sólo se enteraron hasta el día siguiente.

Dos de los Cinco Patanes, que sí habían visto la ejecución ilegal, llamaron a Marlon a primera hora, antes de que la noticia se difundiera a través de distintos medios virtuales; se citaron con él en el viejo callejón donde se reunían a pelear en su niñez contra los pandilleros de otros barrios, y le contaron que, mientras armaban un cigarrillo «poderoso» en las graderías del diamante, amparados por la soledad nocturna y la penumbra cómplice del terreno de juego, vieron llegar al entrenador minutos después de las dos de la mañana, lo vieron abrir el candado electrónico que clausuraba la puerta del extremo norte de la reja y vieron cómo empujaba hacia adentro a un tipo más alto que él, pero tan cansado y golpeado que no conseguía dar ni tres pasos sin estar a punto de caer de bruces. Se quedaron congelados, seguros de que el entrenador notaría su presencia y les ordenaría marcharse. Pero si Román Giraldo se dio cuenta de que ellos se encontraban allí, no demostró en ningún momento que le importara.

—Yo creo que él antes quería que lo viéramos —se atrevió a decir el más joven.

—Y de todas formas, se nota que grabó todo —concluyó el otro—. Y hasta parece que dejó un mensaje en la grabación, pero no escuchamos bien.

El nombre de ambos, al igual que el nombre de los dos Patanes ausentes, era «Juan». Solían diferenciarse por sus segundos nombres (Pablo, José, Luis y Diego), pero casi siempre se llamaban «Juancho» entre todos sin enredarse y el entrenador Giraldo, desde el principio, les siguió el juego al asignarle a cada Juancho su respectivo número del uno al cuatro.

A Marlon le costó mirar al Juancho #3 a los ojos mientras el muchacho intentaba cubrir los vacíos en la historia que le resumía el Juancho #2. Era inevitable mirarlo y no recordar a Marcela Yáñez, la Recluta #35, y no reproducir en su mente el noveno mandamiento con la voz beoda de su madre. Juancho no le permitía leer sus gestos ni adivinar ningún rencor viejo escondido en la mirada, así que Marlon quiso creer que se trataba de un problema ya resuelto.

Los dos «muchachos» le explicaron a Marlon cómo reconocieron al tipo que iba a morir a manos del entrenador: porque casi todo el país deseaba ver su muerte en Pioneros del Mañana desde el suceso del parque hacía un par de semanas. Marlon asintió porque también conocía esa noticia y porque había visto al hombre en el video de la persecución posterior a la muerte del perrito pocas horas después de que ocurriera. Sabía, también, que los productores del programa presidencial habían rechazado la ejecución pública de aquel hombre pocos días después de que lo postularan. Sabía, entonces, que a los ojos de la presidenta, el entrenador Giraldo era ahora un criminal. Un posible Acusado más para su espectáculo.

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