Capítulo IV

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Acababa de amanecer cuando Cristian Mazo se decidió, tras una larga madrugada de cavilaciones y preguntas, a obedecerle al entrenador Giraldo. Se tardó casi medio día para redactar, en menos de dos mil quinientos caracteres, la historia del crimen contra el perro de su hija y así postular a Eugenio Salcedo, desde su cuenta de Re-Twitts, para que participara como Acusado en Pioneros del Mañana. Escribió el mensaje unas diez o quince veces, con la vista fija en el teclado en lugar de la pantalla, sentado ante la pequeña mesa-comedor de su cocina y muy preocupado por conseguir el efecto que su amigo le había sugerido. A cada versión le daba una leída rápida y volvía a borrarla deprisa, siempre insatisfecho. Creyó, al cabo de varias pausas para fumar un cigarrillo en el balcón, tomarse una cerveza e ir al baño, que no lo conseguiría, a pesar de tanto empeño; pero al imaginar la cara decepcionada del entrenador, cuando le confesara su fracaso, lo intentaba de nuevo.

Hacia las once de la mañana, dejó lista la versión final, sin notar que las lágrimas le surcaban las mejillas. Se limpió, sorprendido, con los dedos temblorosos, para poder leer todo el mensaje. No se sorprendió tanto cuando, al terminar de leerlo por décima vez, sintió que las lágrimas bajaban de nuevo. La tentación de publicarlo de inmediato le hizo cosquillas a lo largo de la espalda, pero se aguantó las ganas con otra cerveza que le supo a gloria celestial y a coros angélicos. Prefirió, primero, enviárselo a su esposa, que ahora dedicaba sus mañanas a enviar y responder mensajes desde el estudio, y pedirle una opinión. «Si te parece una mierda», comentó al final, «pues me decís que te pareció una mierda y listo». Después de dar click en ENVIAR, siguió tomándose la cerveza a tragos cortos que le aplacaban un poco el ritmo del corazón.

En el momento en que abría la nevera, con su torpeza de borracho, para sacar otra botella, oyó los pasos de Camila al bajar la escalera. Se arrepintió, entonces, de seguir bebiendo y cerró la puerta magnética con un breve empujón. Volvió a la mesa y vio llegar a su esposa con el grapphon en la mano. No le hizo falta oírla para saber que había leído el mensaje y que se sentía conmovida. Aun así, lo atacó el ansia de saber qué tal le había parecido.

Sin dejar de mirarse a los ojos, tomaron asiento al mismo tiempo. Cristian trató de sonreír, pero en la mitad derecha de su cara se dibujó un casi grotesco rictus que más parecía un gesto de disculpa. Estuvo, de hecho, a un par de segundos de pedir perdón por lo que había escrito. Notó lágrimas en los párpados de su esposa, pero no se arriesgó a interpretarlas.

—¿Sí te pareció... que está mal? —preguntó, con el tono de ansiosa preocupación de un niño de cinco años.

—Cómo se te ocurre, amor —le respondió Camila, quien rara vez empleaba esa última palabra—. Te lo juro que no había leído nunca un mensaje tan hermoso.

Cristian trató una vez más de sonreír, pero sólo pudo agachar la cabeza y llorar callado. Le costaba, como siempre, pedir consuelo, algo tan simple como un abrazo, si bien no hizo falta esta vez. Camila se levantó de su silla y fue hasta la de él, primero para acariciarle el pelo y, luego, levantarle el rostro para besarle la frente.

—No te des tan duro, amor. Flora no puede tener un mejor papá. Y yo no puedo tener un hombre más... maravilloso.

La mujer percibía el esfuerzo de Cristian por detener el llanto. Lo logró a medias al cabo de un rato, cuando trató de hacer una pregunta.

—¿Tú crees que con ese mensaje...? ¿Te parece que vamos a poder...?

—Ya vas a ver que sí —le confirmó—. Ya mismo me pongo a enviárselo a medio mundo.

—¿Enviar qué, mami? —los sorprendió la voz de su hija mientras se abrazaban. Se sintieron «pillados», como niños traviesos, y notaron que sus rostros, sin duda espantados, hicieron retroceder a la niña unos cuantos pasos.

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