Siete

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Harry se despierta con un vídeo del chico resbalándose en el hielo reproduciéndose una y otra vez en su móvil y una sensación de vacío en el pecho. Parpadea un par de veces mientras su cerebro se pone al día, y cuando recuerda lo ocurrido ayer es como si le golpeara un cubo de agua helada. Se hace un ovillo en la cama y aprieta el teléfono contra su pecho, respirando hondo. Si tan solo inspira y expira, quizá el dolor que siente en el pecho desaparezca. Si no piensa en él y en que va a casarse y en que Harry nunca tuvo ninguna oportunidad ni en que lo quiere más que a nada en el mundo, puede que las lágrimas que le abrasan en los ojos no lleguen a derramarse.

La técnica funciona más o menos, porque Harry logra llevar a cabo su rutina matutina sin derrumbarse. Se ducha, desayuna, limpia un poco la casa y se viste con el uniforme del Sunflower Café. Incluso aprovecha para arreglar la puerta de la ducha, que llevaba meses estropeada. Se pone música en los cascos para andar por la calle, y tararea las melodías y recita las letras de las canciones para mantener su cerebro ocupado. No quiere pensar en...

Es un día ajetreado, afortunadamente, así que Harry se mueve entre cafés, bocadillos, tés y tartas, sirviendo a personas solitarias y a grupos demasiado grandes. Su corazón da varios saltos cuando ve destellar una sonrisa parecida a la de él o entra un chico de pelo castaño, pero Harry lo ignora. No va a pensar en ello, en él, en ellos.

No obstante, llega la tarde y es imposible no pensar en el chico. Probablemente esté ahora paseando con Helen, intercambiando cumplidos tímidos y jugueteando con la ropa con nerviosismo. ¿La habrá llevado junto al lago, en el mismo lugar en que Harry y él miraron las estrellas en Nochebuena? Era un sitio precioso, casi mágico, y con el chico a su lado Harry había sentido que podría permanecer en aquel instante para siempre. ¿Se sentirá Helen así también?

Cuando comienza a anochecer, su cerebro le ofrece la dolorosa imagen del chico y su novia tomados de la mano, esperando a ser atendidos en un restaurante. Harry sirve un bocadillo de jamón y queso mientras imagina al chico y a Helen frente a él, sonriéndose cómplices y algo sonrojados. Su chico está bebiendo vino con más ansia de lo que debería, pero ella solo se ríe de sus comentarios cada vez menos coherentes.

Y a la hora a la que normalmente el chico entra por la puerta del Sunflower Café, Harry se encuentra en una habitación vacía con la certeza de que el amor de su vida está comprometido con otra persona. No le hace falta haber visto al chico arrodillarse, no le hace falta escuchar el discurso o aplaudir emocionado, simplemente lo sabe.

Sin embargo, Harry se sienta en su sitio habitual y espera.

Pero aquella noche, el chico no aparece. Harry limpia la barra, barre el suelo, friega las mesas, arregla una mesa, ordena la cocina y se sienta de nuevo a esperar en una cadencia sin ritmo. Los minutos pasan con una lentitud agobiante, y hace horas que su jefe se marchó a casa. La puerta nunca se abre.

Cuando son casi las dos de la madrugada y los párpados le pesan demasiado, Harry admite que es hora de marcharse. Por primera vez en más de medio año, el chico no ha acudido a tomarse su pedido habitual. Ha dejado solo a Harry.

Harry mira el sándwich de jamón y queso fundido (poco tostado y partido en cuatro) y la Coca-Cola (Zero, en botella, no en lata) que están esperando a su dueño, y siente el escozor de las lágrimas en los ojos. Sabe cuál es el motivo por el que el chico no ha acudido al Sunflower Café aquella noche, pero eso no lo hace menos doloroso. Harry necesita verlo, necesita tenerlo frente a él todos los días de su vida, saber que está bien, que pueden seguir siendo al menos amigos.

La imagen del rostro torturado del chico aparece en su mente. Ayer estaba destrozado, con lágrimas en la mejilla y un pómulo multicolor, y tan solo se había sentado en su mesa con el ordenador frente a él y una idea en mente.

Efecto Mariposa - L.S.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora