Capitulo 2

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Hacia las diez y media de la noche, Leopold subió andando los catorce tramos de escalera que llevaban hasta su piso. Había salido a correr unos cuantos kilómetros antes de la cena y volvía sudoroso, pensando tan solo en tomar una ducha. Al detenerse ante la puerta de su casa, escuchó risas y música que venían de la vivienda contigua. Era evidente que la fiesta había comenzado.

«𝘌𝘴𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘢 𝘤𝘰𝘴𝘢 𝘯𝘰 𝘷𝘢𝘺𝘢 𝘢 𝘮á𝘴», 𝘴𝘦 𝘥𝘪𝘫𝘰, 𝘮𝘰𝘭𝘦𝘴𝘵𝘰.

Desde que conocía a Winston, hacía ya bastantes años, nunca supo que diera ni siquiera una cena. Aunque Paul y él no se llevaban mal, y alguna vez, incluso, se dejaba caer por su casa para echar una partida de ajedrez, siempre lo había considerado un hombre más bien solitario y algo huraño; estaba claro que convivir con una jovencita iba a repercutir en sus costumbres más queridas. Leopold, se encogió de hombros, al fin y al cabo, lo que hiciera su vecino no era asunto suyo.

Ya en el cuarto de baño, se quitó la camiseta empapada y los pantalones cortos y los arrojó al suelo de cualquier manera. Luego se metió bajo el chorro caliente y sintió cómo sus músculos se relajaban. Le gustaba hacer ejercicio de manera habitual y, como no tenía tiempo para ir al gimnasio, procuraba correr al menos media hora todas las noches. Al salir de la ducha, se secó bien, enrolló una toalla alrededor de sus caderas y se dirigió a la cocina. Preparó un sándwich de varios pisos, lo colocó junto a un vaso de agua y una copa de vino en una bandeja y lo llevó todo al salón. Encendió el televisor para ver las noticias mientras cenaba, sin embargo, aunque subió varias veces el volumen, tuvo que rendirse y apagarlo. Después trató de leer un rato, pero escuchar a Bruce Springsteen gritando en su oreja que había nacido en los Estados Unidos no contribuyó a su concentración, precisamente, así que decidió ir a acostarse.

El abrumador nivel de decibelios que lo recibió al entrar en su dormitorio no tenía nada que envidiar al de cualquier discoteca de moda. Si su vecina no bajaba el volumen, no iba a poder pegar el ojo. Maldijo en silencio; tendría que vestirse e ir a decirle que bajara la música. Irritado, se puso unos vaqueros y una camisa y, sin molestarse en remeterla por dentro del pantalón, se dirigió al piso de al lado. Tuvo que llamar varias veces al timbre antes de que una muchacha bajita y con el pelo rojizo le abriera la puerta.

—¡Hola, soy Fiona! —la pelirroja lo miró de arriba a abajo con evidente apreciación y su sonrisa se hizo más amplia—. Pasa, pasa, la fiesta acaba de empezar.

—Soy Leopold Gallagher, el vecino de Catalina, quería hablar con ella, por favor.

—Ven, vamos a buscarla —propuso la chica colgándose de su brazo, desenfadada.

La casa estaba atestada de gente y todos parecían estar ya bastante achispados. En uno de los sofás, que al menos la señorita Stapleton había tenido la previsión de tapar con unas sábanas viejas, una pareja se besaba con tanta pasión que en breve se verían obligados a ir a buscar la cama más próxima. El humo del tabaco y de la marihuana flotaba en el ambiente como un aromático hongo nuclear y, en un rincón, Leopold descubrió a tres tipos haciendo malabares con unos huevos de piedra a los que su vecino tenía mucho aprecio. Una vez más, se preguntó qué opinaría Paul del asunto, pero cuando la tal Fiona le condujo hasta Catalina, se dio cuenta de que Winston no estaba allí.

Su vecina llevaba un sencillo vestido de algodón que enfatizaba su esbelta figura y sus bonitas piernas. Unos grandes aretes de oro colgaban de sus orejas dándole un ligero aire de zíngara y su pelo, brillante como el latón pulido, enmarcaba el rostro sonrojado, mientras discutía acaloradamente con un melenudo que parecía ejercer de pinchadiscos. A Leopold no le quedó más remedio que reconocer que estaba muy guapa.

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