capitulo 3

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Después de recoger, Catalina se fue por fin a la cama, agotada. Por fortuna, no necesitaba dormir muchas horas, así que puso el despertador temprano para que le diera tiempo a prepararlo todo al día siguiente. Cuando se levantó, se sentía como nueva. Se dio una ducha, se lavó el pelo y lo dejó secarse al aire mientras se enfundaba sus viejos vaqueros y una abrigada cazadora. Abrió la nevera y vio que dentro de ella reinaba el vacío más absoluto pero, sin perder el entusiasmo, cogió la correa de Milo y se fue con él de compras. Unas calles más abajo, un pequeño supermercado regentado por una pareja de indios mantenía sus puertas abiertas a cualquier hora del día.

Mientras preparaba unos sándwiches rellenos de delicias secretas que eran su especialidad, Catalina empezó a pensar en Leopold Gallagher. Desde el principio, su vecino le había parecido un tipo frío y distante. La rigidez de su figura y de sus gestos indicaban que procuraba mantenerse al margen de lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, era un hombre demasiado educado para dejar traslucir el desdén que a veces sentía por sus semejantes, y esa misma educación era una coraza con la que se protegía de ellos. Se notaba que no le gustaba que nadie se acercase a él más de lo necesario, pero Catalina no era el tipo de persona que se arredraba ante las dificultades, así que decidió convertir a su vecino en su nueva misión.

Catalina Stapleton poseía una gran empatía. Desde muy pequeña, cuando no recogía de la cuneta a un perro atropellado al que le faltaba una pata, era un gatito sarnoso y medio tuerto que había encontrado en un cubo de basura. En el colegio, cualquier niño que sufriera el acoso de sus compañeros sabía que podía contar con el apoyo de la pequeña de los Stapleton, capaz de enfrentarse a chicos de tres veces su tamaño sin parpadear. Sus hermanos mayores se burlaban de ella llamándola Santa Catalina de Asís y se reían en cuanto la veían llegar con cualquier lamentable criatura trotando detrás de ella con adoración.

«𝘓𝘰 𝘩𝘢𝘳é», 𝘴𝘦 𝘱𝘳𝘰𝘮𝘦𝘵𝘪ó, 𝘳𝘦𝘴𝘶𝘦𝘭𝘵𝘢. «𝘌𝘯𝘴𝘦ñ𝘢𝘳é 𝘢 𝘦𝘴𝘵𝘦 𝘱𝘰𝘣𝘳𝘦 𝘩𝘰𝘮𝘣𝘳𝘦 𝘢 𝘥𝘪𝘴𝘧𝘳𝘶𝘵𝘢𝘳 𝘶𝘯 𝘱𝘰𝘤𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘷𝘪𝘥𝘢. 𝘌𝘴 𝘮𝘶𝘺 𝘵𝘳𝘪𝘴𝘵𝘦 𝘷𝘦𝘳 𝘭𝘰 𝘪𝘯𝘧𝘦𝘭𝘪𝘻 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴 𝘺 𝘥𝘢𝘳𝘴𝘦 𝘤𝘶𝘦𝘯𝘵𝘢 𝘥𝘦 𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘪 𝘴𝘪𝘲𝘶𝘪𝘦𝘳𝘢 𝘦𝘴 𝘤𝘰𝘯𝘴𝘤𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘦𝘭𝘭𝘰».

Satisfecha, recogió la cocina mientras tarareaba una alegre melodía, puso agua limpia en el cuenco de Milo, cogió la bolsa con la comida y fue a llamar al timbre de la casa de su vecino. Enseguida se abrió la puerta y Leopold, impecablemente vestido con unas bermudas claras y un grueso jersey azul marino de cuello alto, la invitó a pasar. Cat miró a su alrededor con curiosidad. La casa estaba decorada con elegancia y saltaba a la vista que un buen interiorista se había encargado de todos los detalles. No había ni un libro fuera de su sitio y todo relucía impoluto. En opinión de Catalina, era tan acogedora como la fría habitación de un hotel.

—Qué casa tan maravillosa —dijo poco sincera.

Leopold se la quedó mirando un rato con sus inescrutables ojos grises y en su tono más educado contestó:

—No es necesario que mientas —Catalina se mordió el labio inferior y lo miró, mitad turbada, mitad risueña.

—La decoración es preciosa, de verdad. Simplemente, resulta un poco impersonal, no sé… no parece un hogar.

Aunque no lo dejó traslucir, su comentario irritó a Leopold. No era que hubiese traído a su casa a muchas mujeres; en general, prefería ir a casa de ellas o a algún hotel, pero las pocas que habían pasado por allí le habían felicitado por la elegante decoración de su piso. La cruda sinceridad de la señorita Catalina Stapleton era un caso único de malos modales, decidió, y él, Leopold Gallagher, creía firmemente en la buena educación como un pilar indispensable para impedir el desmoronamiento de la sociedad.

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