Capitulo 15

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Un par de días después, una soleada mañana de mediados de primavera, viajaban por la A38 en el Range Rover de Leopold —que iba cargado hasta los topes, con el equipaje, los lienzos, las pinturas y el caballete de Cat y, por supuesto, Milo—, en dirección a Cornualles.

Ahora que se había hecho a la idea, Catalina contemplaba entusiasmada el hermoso paisaje de verdes campos y pequeños y pintorescos pueblos que volaba raudo por su ventana. Solo había estado en Cornualles una vez cuando era pequeña y recordaba que le había encantado. Leopold miró su rostro iluminado con una sonrisa y se sintió satisfecho de haberla convencido para que lo acompañara. El día que la joven aceptó ir con él decidió olvidar sus planes de seducción; Catalina tenía razón, era mejor seguir siendo amigos.

Cuando Leopold se detuvo por fin frente a la monumental verja de hierro que rodeaba la propiedad, pensó que el viaje se le había hecho muy corto. Después de traspasar la cancela ornamentada con sendos escudos de armas en cada una de las puertas, un ancho camino de grava, flanqueado por dos hileras de inmensos robles de cientos de años de antigüedad, les condujo a través de un extenso parque hasta llegar a una imponente mansión de piedra de la zona, construida en un original estilo renacentista veneciano, en la que resaltaba una gran cúpula y numerosas chimeneas en el tejado. En los bellos jardines clásicos que la rodeaban predominaban los macizos de rosas en flor que despedían un agradable perfume.

Cat abrió mucho los ojos y exclamó:

—¡Dios mío, Leopold, qué casa tan hermosa! —su vecino disfrutó del evidente deleite que brillaba en su expresivo semblante.

Casi al instante, la enorme puerta de madera se abrió y un hombre mayor, inmaculadamente uniformado, salió a recibirlos.

—Bienvenido, señorito Leopold. Es un placer tenerlo aquí de nuevo después de tanto tiempo —saludó el anciano, solemne.

—Gracias Bates, yo también me alegro de estar aquí. Esta es la señorita Catalina Stapleton, mi prometida —la cabeza del viejo mayordomo se inclinó en una reverencia que parecía dirigida a una reina y Catalina se sintió un tanto aturdida—. ¿Qué habitación le ha preparado?

—La habitación verde, señorito.

—Perfecto —sonrió Leopold, satisfecho—. Llame a James y dígale que nos suba el equipaje. ¡Ah!, y que se ocupe también de darle agua a Milo.

Leopold agarró a Cat de la mano y subió con ella la grandiosa escalinata de piedra.

—Leo —susurró la joven, nerviosa—, no sé si voy a estar a la altura del papel. La verdad es que no me esperaba esto.

—¿Y qué era lo que esperabas? —preguntó, mirándola divertido.

—No sé, pero no pensé que fueras tan horrorosamente rico…

Leopold apretó con calidez la mano femenina intentando tranquilizarla.

—No te preocupes, enseguida te acostumbrarás.

—Ejem… —un ligero carraspeo sonó a sus espaldas. Catalina se volvió con rapidez y se topó de frente con el inexpresivo rostro del mayordomo; incómoda, se preguntó si la habría oído—. Señorito Leopold, su madre me indicó que, en cuanto llegaran, les hiciera pasar al saloncito amarillo.

Al oírlo, el semblante de Leopold pareció ensombrecerse un poco.

—Está bien —respondió encogiéndose de hombros.

Bates, seguido por Leopold y una sobrecogida Catalina que escuchaba el eco sordo de sus pasos sobre el hermoso suelo de mármol del inmenso vestíbulo, les condujo hasta una de las numerosas puertas de la primera planta, la abrió y anunció:

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