CAPÍTULO 1

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EL VÍNCULO

REINO DE FALIAS

—La Piedra del Destino ha hablado —musita el oráculo.

Kalen asiente y compone un gesto grave.

Tras él el grito de una mujer le encoge el corazón.

El guerrero inspira profundamente, cierra los ojos un instante y se prepara para acometer su misión. Es la primera vez que debe matar a un infante.

Traga saliva, oprime la mandíbula, frunce el ceño y aleja de su conciencia la súplica de la madre y el sollozo del bebé.

Desenvaina su daga y avanza lentamente.

Se repite que esa muerte evitará otras muchas. Que el oráculo los advierte de un peligro futuro, que nunca se equivoca, pero aún así... titubea.

Sobre él tiene puestos los ojos de su pueblo, los Tuatha Dé Dannan. Siente en su pecho la responsabilidad de su cargo y de su alto linaje. A pesar de su juventud, ha demostrado con creces su valía en el campo de batalla y en el delicado arte de la diplomacia en la corte.

La madre se retuerce entre los vigorosos brazos de los guardianes que la sujetan con firmeza. Su instinto la insta a luchar por la vida de su hija. Una vida que él debe arrebatar.

La niña llora y patalea sobre la rugosa superficie de La Piedra del Destino, que continua emitiendo aquel zumbido sordo y bronco, confirmando la terrible profecía de Los Antiguos. En aquella losa granítica se coronaban desde tiempos inmemoriales todos los reyes de su estirpe. Era ella quién los anunciaba y ungía.

Kalen se detiene frente al bebé. Cierra los ojos. Sus dedos se cierran con fuerza sobre la empuñadura de su acero hasta que los nudillos se le blanquean.

Aprieta los dientes y se prepara para asestar el golpe mortal.

Alza los brazos, una fuerza invisible tira de sus hombros hacia atrás, como si su propio ser le impidiera ejecutar la sentencia.

Lucha contra él, contra su conciencia, contra su corazón. Trata de imponer la razón, se reafirma en su cometido. Él solo es la herramienta del destino, su misión es velar por su pueblo, protegerlos... de él.

Mira a la niña y al punto sabe que acaba de cometer el primer gran error de su vida.

Sus grandes ojos celestes, húmedos y asustados lo observan con esa inocencia que desgarra el alma. Su carita congestionada se contrae en un rictus aterrado, como si anticipara el fatal desenlace.

Kalen sacude la cabeza, cierra los ojos de nuevo y gruñe como un animal malherido. Debe hacerlo, su pueblo depende de ello. Por otro lado, si se niega, otro lo hará en su lugar y él será desterrado, su estirpe caerá en la ignominia más infame y el nombre de su linaje será maldito por toda la eternidad.

Niega con la cabeza y gruñe de nuevo. Abre los ojos para fijar el objetivo en el pecho y comete el segundo error. Posa su mano sobre el pecho de la pequeña para inmovilizarla. En el acto, siente como una corriente energética lo traspasa. Un torrente de calor, de luz y de amor lo inunda por completo. Se estremece, se paraliza, intenta separarse, pero no puede. Un vínculo extraño, profundo y poderoso lo une a esa niña. Sabe en ese instante que está condenado. Su destino acaba de unirse al de ella.

Mira a su alrededor, nadie percibe lo que está pasando en su interior. Eso le dará tiempo.

Derrama la vista sobre los guerreros más cercanos, memoriza sus posiciones, y traza mentalmente sus próximos movimientos. Repasa las armas que lleva encima y ordena su uso en función de la cercanía de las víctimas que debe reducir. Evitará en la medida de lo posible cobrarse vidas.

El carraspeo impaciente del druida lo pone en movimiento.

Se gira veloz y lanza la daga hacia la pierna del soldado más cercano. Cuando lo derriba, ante el estupor de los presentes, desenfunda otro cuchillo de su cinto y lo impulsa hacia su siguiente objetivo. Para entonces, ya está rodeado de tres de sus hombres que lo observan consternados. Sus semblantes demudados, sus rictus incrédulos aumenta el amargor de la traición que está perpetrando.

No obstante, no se detiene. Continúa con sus lances hasta derribar a los guardias más cercanos a golpe de puñal, despejando el camino hacia la salida.

Los cortesanos se apartan, turbados y confusos. Sabe que apenas tiene tiempo antes de que el grueso de la guardia real se le eche encima. Coge a la niña y la ciñe a su pecho, desenvaina la espada con la diestra y traza arcos frente a él para despejar el camino. Debe ser raudo, los arqueros están cargando sus flechas.

Se agacha y corre veloz entre la turbada congregación.

Alcanza su montura y de un salto ágil se encarama a la silla. Espolea los flancos con urgencia y su rocín, negro como la noche, se impulsa hacia la espesura del sotobosque.

Tras él, gritos conmocionados, furiosos, órdenes apremiantes, confusión... y un rostro cubierto por un paño de furia y consternación: el de su padre. 

EL TRONO DE SANGREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora