1. Cadena de mando

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No supe por cuánto tiempo estuve muerta.

Bueno, no muerta de verdad, solo al borde de la muerte, balanceándome entre la línea que había entre la vida y la muerte, como si fuera una acróbata bailando sobre una cuerda floja.

Al principio, no pude hacer nada y, de pronto, mis pulmones volvieron a funcionar con dificultad y tomé una profunda respiración que anunció con una punzada constante que seguía viva. Sin embargo, cuando abrí los ojos, no vi nada. Lo mismo sucedió en el instante en que traté de percibir un aroma o mover los dedos de los pies. Nada.

Lo irónico era que mi cuerpo se encontraba en estado de shock, pero yo no estaba preocupada. Por unos instantes, olvidé quién era, dónde estaba, y el mundo en el que nací. Fui feliz.

Ningún sentimiento duraba para siempre.

Mi visión borrosa se fue aclarando, mis sentidos despertaron, y el dolor no hizo nada más que incrementar con cada segundo. Quise llorar. Ninguna lágrima salió. Mi organismo no me lo permitió. Lo recordé. Lo recordé todo.

Siempre imaginé cómo sería el día que moriría y cómo lo haría. Envenenada. Decapitada. Apuñalada. Muchas versiones horribles que se transformaban en posibilidades reales si pertenecías a la alta sociedad. Jamás pensé que sería la noche en la que conocí al príncipe de mis pesadillas, me rompieron el corazón, y me mostraron la realidad del reino.

¿Cómo sabía que estaba muriendo?

La respuesta resultaba graciosa. Estudié medicina. Reconocí los síntomas. Solo lo sabía. Aunque tenía la capacidad de salvar a otros, no podía salvarme a mí misma. Yo estaba muriendo y ni siquiera había disfrutado de una oportunidad para vivir de verdad.

Alguien en la oscuridad vasta del universo se estaba riendo.

Traté de enviarle una orden a mis extremidades para que me obedecieran, aun así, no logré moverme. Me había convertido en una especie de cadáver lúcido. Quizás era lo mejor.

El entumecimiento facilitaba las cosas. Dolía. Me dolía todo. Pero el dolor que me había golpeado de la nada se estaba deslizando fuera de mí y mi cuerpo se predispuso a caer en un sueño profundo.

Parte por parte.

Mi ritmo cardiaco disminuyó lentamente y mi respiración se hizo cada vez más suave. Todas las funciones que una vez me dejaron correr, pelear, y abrazar se fueron despidiendo de mí. Me fui apagando. Me gustó. No más obligaciones, guerras, o sacrificios. Qué reconfortante.

Tuve que dedicarme a gozar de los últimos instantes con mis fuerzas restantes.

Observé el cielo azul oscuro, las estrellas lejanas, las cenizas que volaban a mi alrededor, y las llamas que ardían por ahí.

Escuché los estallidos aterradores, los gritos desesperados de las personas que corrían por ahí sin ayudarme, y el canto de los grillos.

Olfateé el aroma a perfume caro, sangre fresca, y el rocío que cubría las flores de los jardines.

Percibí el césped debajo de mí, ya que me encontraba acostada en el suelo y no por elección propia. Noté la tela de mi vestido rasgada y manchada y mis zapatos de diseñador estropeados. A pesar de que todo estaba arruinado, tampoco pude ignorar otra cosa: el gigantesco pedazo de escombro que antes fue parte de una de las paredes de las torres que estaban cayendo a manos de los rebeldes y ahora descansaba sobre la mitad izquierda de mi cuerpo y llegaba hasta la altura de mis clavículas.

La rebelión estaba atacando una de las instituciones más grandes del reino, sí, eso era lo que sucedía, me repetí. Sonaba ajeno, como si no me estuviera pasando a mí, sino a alguien más en un lugar muy lejano.

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