Tras el solitario y polvoriento telón, entre bastidores, ropas, maquillaje y espejos, bajo la tarima y en cada uno de los asientos forrados de terciopelo rojo, reflejada en cada uno de los brillos de los sofisticados ornamentos bañados en oro de los pilares y las esquinas del gran teatro: ahí estaré yo, esperando pacientemente tu regreso entre los espectadores, impaciente por recibir el honor de tus aplausos, extasiada por el alegre sonido de tu risa y la bondad reflejada en tus labios cuando sonríes. Cada día, puntual como la llegada del sol o el aparecer de las estrellas, estabas ahí, entre la primera y la tercera fila. Sabía de ti lo que todo el mundo sabía entonces: la grandeza de tu nombre y tus hazañas.
Los recuerdos de mi vida, apenas vivos y bien narrados, tan solo adquirían color y armonía cuando actuaba para ti, delante de todo ese montón de personas. Era ese íntimo intercambio de miradas lo que hacía arte de mis obras, lo que me envolvía en un cálido abrazo entre las mal cosidas sábanas de mi cama. Aquello me hacía sentir viva.
Pero un día, simplemente, no apareciste entre las primeras filas. Desesperada, traté de encontrarte entre el gentío, entre el pueblo y los letrados, entre los filósofos y los foráneos, pero no había ni rastro de ti. Estaba segura de que las otras damas se habían dado cuenta de tu ausencia, por eso, aquél día, eran todo varones en el teatro.
Todo mi mundo, que ocupaba desde la entrada del teatro hasta las paredes que hacían las veces de casa para nosotros los actores, amenazaba con derrumbarse. Fue entonces, en mitad de la escena en la que debía llorar la pérdida de mi amor prohibido, cuando las vigas del techo cedieron ante mi tristeza y cayeron sobre mí, dándome muerte. En lugar de marchar a recibir mi sentencia divina, me quedé ahí, años, décadas después, viendo crecer y cambiar el teatro, esperando tu regreso, hasta que el teatro dejó de ser reparado y la gente dejó de venir.
Ese lugar ya no era la vida que me habían arrebatado, ahora era el simple reflejo de mi eterna inexistencia, de la soledad, que insistentemente me arrastraba hacia el olvido, pero mi corazón siempre prevaleció.
Como si fuera una especie de mensaje divino o un recordatorio infernal, un día, las puertas del teatro se abrieron ligeramente para anunciar la llegada de un pequeño zorro. El animal entró con decisión, parecía mirarme fijamente a los ojos, y, como el único ser que podía verme en aquél lugar, se acercó. Yo estaba de rodillas sobre el telón caído que tantas risas y lágrimas había presentado, que tantos aplausos había recibido... Aquel curioso ser se acostó en ese mismo telón. Pude sentir sus latidos y la vida que desprendían sus amarillentos ojos, pude ver toda su vida, y él pudo ver la mía. Sentí que me volvía a morir. Abracé con mi espectral cuerpo a la preciada criatura que me había visitado, y lloramos todo lo que no había llorado en mi letargo.
Fue entonces cuando comprendí que no ibas a volver, y la noche nos acompañó en nuestro efímero duelo mientras me disolvía entre el suave pelaje del zorro y su calmado respirar.
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Cuentos en el Bosque
Historia Corta"Un cuento corto es algo por completo distinto: podría compararse con un beso dado apresuradamente en la oscuridad a una desconocida." - Stephen King.