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A las ocho y media de la tarde mi cafetería favorita ya esta cerrada y eso me provoca un retorcijón en la tripa ya que aquel chaval con cara de niño y los dientes separados que se encontraba detrás de la barra era el único capaz de no reí ante mi acento español a la hora de pedir un café. En momentos como este me pregunto porqué no elegí quedarme en mi país cuando mis padres me ofrecieron pagarme la universidad, me gustaría pegarle una patada a la Lire del pasado.

Cuando llego a una cafetería que me parece lo suficientemente bonita como para cruzar la puerta de cristal que la adorna, mis pies duelen a causa de mis nuevos botines de ante y aunque no creo que sea muy adecuado sacarme los zapatos en un bar pintoresco del centro de una ciudad de Argentina, no dudo en sentarme con velocidad en una pequeña silla verde decorada con un cojín que parece excesivamente cómodo. Poso mi bolso en el suelo y saco un libro de él, uno de esos que según Ali son ñoños. Una chica de no más de diecisiete años se me acerca para tomarme la orden, sonrío con vergüenza cuando pronuncio la primera palabra.

—Por dios dime que eres española, me encanta tu acento, por fin alguien que me puede enseñar insultos que nadie conoce. —No puedo evitar soltar una carcajada que hace que más de un señor nos mire por encima de su periódico.

—Española de corazón, pero no pienso ir enseñando insultos por ahí, a ver si luego la gente se va a pensar que somos unas maleducadas. —La chica sonríe y su nariz se arruga mientras posa una pequeña libreta en la mesa para volver a dirigirse a mi.

—Soy Adriana llevo viviendo aquí desde que tengo diez años, nací en otra provincia, ¿tú cómo te llamas?

—Victoria, llevo aquí ocho meses y al parecer a los argentinos les hace gracia mi acento y me llaman gallega aunque ya haya tenido que aclarar mil veces que soy de Madrid . —Adriana me escucha atenta, como si contarle una anécdota estúpida sobre el poco tiempo que llevo aquí fuera lo más interesante del mundo.

—Son cosas de argentinos, te irás acostumbrando... si no lo estás ya, claro. Tampoco creo que te lo digan como algo malo.

—Hay cosas que no son ni buenas ni malas. Que son.

Adriana asiente mientras se levanta de mi lado y me ofrece que pruebe el nuevo café con vainilla que están haciendo, solo con la palabra café mi deseo de pedirme un mate desaparece, y además me pido una porción de tarta de zanahoria que supongo que servirá como la cena de hoy, ya que pedir pizza me da pereza y los repartidores piensan que les estoy vacilando cuando pongo al traductor de mi teléfono ha hablar por mi.

La cafetería está prácticamente vacía y las calles empiezan tener un ambiente juvenil cuando más de un grupo de chicos de instituto pasea con las manos en los bolsillos y los auriculares puestos. Ya he leído dos capítulos de uno de mis libros nuevos que Ali califica como "románticamente aburridos", agradezco el silencio y la música jazz que apenas se escucha y levanto la cabeza cada vez que la campanilla de la entrada suena indicando la entrada de un nuevo cliente. Por lo menos agradezco todo eso hasta que una persona decide que es buen momento para derramar mi café mientras pasa al lado de mi mesa, dejando absolutamente todo mojado y con un intenso olor a vainilla.

—Menudo boludo, como puedo ser tan... —No dejo que termine cuando ya le estoy chillando haciendo que quede sorprendido.

—¡Toda la mañana para elegir que ponerme y me llenas entera de café! —Sus manos paran de intentar limpiar el café derramado con algunas servilletas de papel y sus ojos se clavan en mí.

—Perdón, de verdad, no era mi intención, siento que hayas tardado en elegir que ponerte, también me pasa, no quería estropearte la ropa.

Me entran ganas de reír, si pensaba que el acento de Alicia era marcado este hombre me demostraba todo lo contrario. Su acento era fuerte, claramente porteño. Mis ganas de reír hicieron que no pudiera evitar que mis ojos se achinaran en un intento de disimular mi sonrisa.

—Perdóname por gritar, fueron los nervios, además los españoles tenemos fama de gritones—El argentino no pronuncia palabra, solo un ruido grave sale de su garganta cuando levanto la cabeza para mirarle.

Y leer tantos libros me estaba haciendo mal, porque aquel hombre de pelo oscuro y sonrisa torcida acababa de ser lo que coloquialmente se llama un amor a primera vista.

Cuando Victoria Se Enamora ··· Simón HempeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora