XIII

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Los jardines del palacio era preciosos. El sonido de las abejas zumbantes era ensordecedor. Pero para alguien las abejas no importaban. El pequeño Lan Mao había salido al jardín junto a su tía Qin Su. La doncella vestía un hermoso atuendo violáceo con toques rosados. Su cinta Lan sólo tenía una campañilla colgando en la frente, a ella no le gustaba andar demasiado ostentosa, era siempre sencilla y gentil.

En cambio, el pequeño Mao si poseía la placa de plata con relieve de nubes en su frente. El niño vestía túnicas en color marrón y a veces cargaba un elegante sombrerito negro con café.

Ambos había salido a disfrutar del aire fresco. Qin Su había comenzado a sentirse afligida desde que escuchó de la guerra. Su tristeza no sólo era por sus hermanos, sino también por otro hombre en particular. Vagando por el jardín, se toparon con una carpa en el centro de un crucero, donde estaban jugando "ajedrez" Lan Xichen y Nie Mingjue.

El pequeño Mao, quien jugaba a seguir unas mariposas, vio a lo lejos la carpa donde estaba su padre y su mejor amigo, en corto corrió hacia ellos destilando alegría.

—¡Padre, padre!— gritaba el pequeño al acercarse.

Los dos hombres estaban inmersos en su juego, debatiendo uno que otro asunto de la campaña militar. De pronto, el llamado del príncipe Mao los sacó de concentración y ambos giraron sus rostros hasta el pequeño.

—Mi pequeño león, ¿dónde has estado?— preguntó Xichen mientras se levantaba para recibir a su hijo en sus brazos.

—Padre, vamos a jugar... y que también venga Mingjue

—Mingjue ha estado muy ocupado, pero si quieres platiquemos un rato. Dime, ¿te ha gustado la escuela de Yunshen?— cuestionó el Sultán, alejándose de la carpa con el niño para tener su momento padre e hijo después de mucho tiempo. Además, les hacía bien un descanso de todo estratagema.

Mingjue, con sus fuertes brazos y anchos pectorales, se puso de pie junto al Sultán y en un rápido movimiento, caminó en dirección a la princesa Su. La sultana se había quedado a medio camino cuando notó hacia quienes se había dirigido Mao. Ni siquiera su hermano notó su presencia, pero desgraciadamente, otro hombre sí la había notado.

Cuando menos pensaba, un hombre alto y de cabello oscuro, atado a media cola de caballo, se acercó caminando como si admirara los rosetones en los arbustos del camino. La mirada de la sultana intentó evadir la extraña presencia aunque una sonrisa se dibujó en su rostro. Silbando, el hombre de 1.90 m se colocó al lado de la joven dama de 1.67 m. La diferencia era enorme pero calzaban tan bien uno al lado del otro.

Ambos se saludaron para mantener las cortesías y luego regresaron sus vistas al padre que intentaba atrapar a su hijo, el cual se escondía detrás de los guardias.

—Entonces...— comenzó la sultana con una voz casi susurrante —...¿partirán pronto?— giró con melancolía su rostro hacia un costado. El velo rosado sobre su cabeza le ayudaba a ocultar parte de sus expresiones.

—Sí, partiremos en un mes y medio o dos a lo mucho— respondió Mingjue con una voz ligeramente suave. Su tono golpeado y rudo se había aplacado como un huracán tocando tierra.

—Ya veo— respondió con la misma melancolía la joven de ojos marrones.

Mingjue aún tenía mucho que decir, pero era penoso. Su imagen seria y salvaje le impedía dejar salir su lado sensible, así que las palabras en tinta y papel eran su mejor ayuda. En un cuadrito de papel de unos 8x8 cm había escrito lo que su voz era incapaz de decir. Con un gesto de barbilla hacia adelante, le indicó a Qin Su que había tirado el rollito de papel entre la gravilla del camino.

Oh! my SultanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora