Capítulo XXI

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—Estás caliente —dijo Raoul con la mano sobre la frente de Agoney, ahogando un bostezo—. Puede que tengas fiebre.

—O puede tener algo que ver con las tres mantas con las que me arropaste anoche —murmuró Agoney contra el cuello del mayor. Raoul se mordió una sonrisa al sentir la risa divertida del menor sobre su piel.

—Puede —acompañó su risa—. Hacía frío. 

—Oh, sí. Un frío horroroso en el mes de julio —ironizó. 

—Refresca por las noches —se excusó, encogiéndose de hombros.

—No te lo crees ni tú —rió.

—Pero, ¿a qué has dormido bien?

—Eso no es por las mantas —susurró—. Wow, el gran gladiador sonrojado. 

—Cállate —murmuró con las manos sobre la cara. 

—Me encanta tener ese poder sobre ti —rió. 

—A mi me encantas tú —respondió—. ¿Quién es el sonrojado ahora?

—¿Te callas y me das mi beso de buenos días? 

Raoul se lo concedió con una sonrisa, un roce de sus comisuras, un pico que duró varios segundos. Agoney negó con la cabeza cuando se separaron y rodeó con sus brazos el cuello del mayor para obligarlo a hundirse en su boca. Pese a ello, el beso es suave, tierno y se siente como una caricia que cura un poquito su alma y aleja los malos recuerdos de manos no deseadas sobre su cuerpo. Raoul ahuecó su mejilla con su mano derecha, acariciando la piel con el pulgar. Si por él fuera ese beso hubiera durado horas, pero Raoul le puso fin unos segundos después. 

—Te estás recuperando de una herida casi mortal y no voy a ser yo quién te robe el aliento —susurró Raoul, negándole un segundo beso. 

—Aburrido —dijo con un mohín en los labios. 

—¿Vas a fingir que los besos que compartimos anoche no te dejaron exhausto? 

Agoney evitó su mirada porque se negaba a darle la razón. La noche anterior su mente le regaló un pequeño oasis de paz en el que memorizó los pliegues y el sabor de los labios de Raoul. Solo se detuvieron cuando una punzada de dolor le arrancó un gemido dolorido. 

—Ayer fue ayer y hoy es hoy —respondió, cruzándose de brazos.

—Ayer te esforzaste demasiado y hoy vas a descansar. 

—Raoul. 

El nombrado sonrió cuando el reclamo del sirio sonó como el berrinche de un niño al que han prohibido salir a jugar. No pudo resistirse a posar un beso sobre su frente, tampoco lo intentó a decir verdad. Había luchado demasiado contra sus deseos de amar a Agoney como para limitar ahora sus acciones por vergüenza. 

—Es una orden como tu comandante que soy. 

—Tú a mi no me mandas —replicó. 

—En esto sí —repuso—. No me hagas ser el culpable de retrasar tu recuperación.

Había algo en el susurro de Raoul que no sabía identificar, quizá un doloroso recuerdo de lo cerca que habían estado de perderse mutuamente, pero que le hizo claudicar. 

—Está bien, dejaré que me cuides. 

—Gracias —agradeció con un rápido pico—. ¿Tienes hambre?

—Sí.

—Iré a buscar el desayuno —anunció, saltando de la cama—. Tú no te muevas.

—Raoul, vístete al menos —pidió con la risa impregnando su voz.

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