Especial: Pequeños conflictos

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Syra suspiró, alborotando el flequillo que ahora tapaba su frente y la cicatriz que la espada de un soldado romano dejó en la última batalla.

Naia prometió que para sus ojos sería la mujer más guapa del mundo, aunque su pelo fueran serpientes como la diosa Medusa. Pero, ella sentía rechazo hacia aquella marca, cada vez que la veía recordaba todo lo que sufrieron en manos romanas. Por eso, decidió ocultarla con el flequillo. Sabía que eso no haría que el pasado desapareciera, pero podía mantenerlo más alejado del presente.

Volvió a suspirar extenuada después de partir otro tronco de leña. 

—Si sigues a ese ritmo no terminaremos para la cena —gruñó Raoul. 

—Perdona por no tener tu fuerza. 

La pelirroja se tomó un momento para observar a su compañero. Agarraba el mango del hacha con demasiada fuerza, apretando los dientes y partía los troncos de madera como si le hubieran hecho el peor de los males y quisiera vengarse de ellos.

—¿Qué te han hecho los troncos?

—¿Has venido a hablar o a ayudarme?

—Si sigues hablándome en ese tono, posiblemente te mande a la mierda.

Raoul levantó el hacha para clavarla con fuerza sobre el gran tronco donde apoyaba los pequeños para cortarlos. Resopló con los ojos cerrados y Syra cruzó los brazos, esperando. 

—Perdona…

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Agoney y yo nos hemos peleado. 

—Vosotros no os peleáis. 

—Eso creía yo —chistó la lengua. 

—¿Es grave? 

—He dormido en el establo. 

—¿Qué has hecho? —preguntó Syra. 

—Ojalá lo supiera. 

—Tiene que haber sido importante. No habéis dormido separados desde que llegamos a la granja. 

—Todo por esa maldita cabra —chistó la lengua. 

—¿Cabra? —preguntó Syra, confusa—. ¿Hablas de Nieve? 

—La he vendido —confesó, no tan seguro ahora de que fuera una buena idea. 

—Qué has hecho, ¿qué?

—Necesitamos dinero. Es la mejor cabra que tenemos. ¿Sabes los litros de leche que puede dar al día? 

—¿Sabes el cariño que Agoney tenía a esa cabra? Fue la primera que tuvimos, Raoul. 

—Me lo dices como si no lo supiera —se quejó y suspiró—. Es solo una cabra, joder. 

—No es solo una cabra, Ra —dijo con un tono suave, que desarmó al germano y le hizo suspirar. 

—La he jodido, ¿verdad? 

—Sí. 

—Discutimos ayer —confesó, sentándose sobre el montón de troncos apilados—. Me llamo egoísta. Dijo que solo pienso en mí mismo ¿Cómo puede pensar eso, Syra?

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