¿Cuántos años habían pasado? Pues los suficientes para que la princesa Athanasia estuviese a un mes de celebrar su debut. Los nobles estaban esperando que llegase el día para comprobar con sus propios ojos cómo sería la sucesora del frío emperador Claude.
En una zona algo más apartada del burullo de la ciudad, una mujer caminaba envuelta en unas telas oscuras y algo gastadas y sucias. Se paró delante de la gran verja de metal negro que servía como entrada a una mansión largo tiempo abandonada. Miró hacia el interior, a la que había sido su hogar hacía tanto, y se encontró con la sorpresa de que estaba extrañamente bien cuidada. Las paredes seguían brillantes, y el césped parecía recién cortado, con las flores creciendo sanas y los árboles fuertes. No había malas hierbas entre el césped, de un verde vivo y aún con el rocío de la madrugada.
El sonido de una cesta cayendo llamó la atención de la fémina, quien se giró alertada.
—¿Señorita...?
A unos pocos metros de ella se encontraba Alfred Weynn. Tras todos esos años, se notaba su envejecimiento: las canas y las arrugas habían comenzado a aparecer. A pesar de que la chica no respondió, el sirviente se acercó lentamente y temblando, incrédulo. Su esperanza de volver a ver a su señora no había desaparecido nunca, y ahora, su deseo se había hecho realidad. Corrió hacia ella, dándole un fuerte abrazo.
—Señorita, ¡ha vuelto!
—A-alfred... —su voz era débil y nerviosa, y sus manos intentaban apartar al mayordomo como podía.
—Perdone mi osadía —se disculpó cuando se dio cuenta, alejándose—. Señorita, he estado esperando su regreso. Le abriré la puerta de la mansión, por favor, espere dentro mientras llamo a todos los sirvientes.
—¡No! No hace falta.
—Pero...
—Si vas a llamar a alguien, que sea solo a Lucille, a nadie más.
—Está bien, comprendo —no iba a cuestionar las decisiones de su señora, así que hizo como dijo anteriormente y la condujo al interior del edificio, donde destapó uno de los sofás para permitirle el asiento a la peliazul. Después, dejó la cesta sobre una mesa y salió de nuevo.
Cyel observó sus alrededores. Todo seguía igual que como lo recordaba, aunque algo polvoroso, pero no en exceso. De repente, le empezó a doler la cabeza de nuevo, y es que había estado sufriendo de ese modo constantemente durante los últimos días.
—Ugh... —apoyó la frente en su mano. Su visión se estaba nublando y empezó a sentir algunas punzadas en el lateral del cuello.
La chica de ojos azules buscó entre su ropa, dando con tres pequeñas jeringas. Tomó una de ellas y la destapó, dejando al aire la puntiaguda aguja, la cual clavó cerca del hombro e insertó el líquido en su cuerpo. Esos eran estabilizantes. Los había robado antes de huir de esa horrorosa torre, pues ahí los solían usar para evitar que a ella le sucediera algo, y ahora era un tanto dependiente de ellos. Gracias a los experimentos, su maná se había descontrolado de sobremanera, y esa era la única manera que conocía por el momento de estabilizarlo y no morir, aunque a veces sentía que estaría mejor muerta.
Poco a poco, empezó a tranquilizarse y a recuperar la calma, así que se recostó en el sofá para descansar, cosa que no había podido hacer hasta el momento al tener que estar en guardia por si la habían seguido. Pasado un tiempo, Alfred volvió en compañía de Lucille, quien se veía notablemente preocupada. No podía creerse la noticia de la que le habían informado, y estuvo a punto de echarse a llorar, pero tenía mayores prioridades que derramar lágrimas. Una vez llegaron a la mansión, prepararon un baño caliente y Lucille se llevó a Cyel. Mientras la desvestía, se sorprendió y preocupó mucho al ver algunas manchas notables de sangre en la ropa, pero el cuerpo de la chica estaba intacto. Ni siquiera tenía la herida de la jeringa. La sirvienta decidió no preguntar y simplemente realizar su labor. Al terminar, vistió a la peliazul con un vestido simple y cómodo que había traído.
—Señorita, Alfred y yo nos encargaremos de ordenar y limpiar la casa, pero, ¿está segura de que no quiere que llamemos a los demás? La mayoría sigue en Obelia y en la capital.
—No, por ahora está bien así. Siento molestaros a vosotros dos con todo.
—No se preocupe, por favor, es nuestro deber.
La condujo hasta su habitación, la cual había sido completamente limpiada por Alfred mientras ella se bañaba, y la dejó en la cama.
—Por favor, descanse. Se nota que está cansada, señorita. Nosotros la llamaremos a la hora de la cena.
—Gracias.
Dicho eso, Lucille se marchó, dejando a la de ojos azules sola. Esta se tumbó y, aunque planeaba pensar un poco más en lo que había sucedido y lo que haría después, su cuerpo cedió ante la calidez y la suavidad de las mantas, quedando dormida profundamente por la fatiga que había acumulado.
—¡¡Su majestad!!Félix acababa de entrar de golpe en el comedor, sin siquiera llamar y jadeando, interrumpiendo la merienda del emperador con su encantadora hija.
—¿A qué viene tanto alboroto, Félix? Más vale que sea algo im...
—Alfred Weynn... Me acaban de informar que ha renunciado a su trabajo.
El emperador se le quedó mirando un rato antes de contestar.
—¿Qué?
—No ha dado una razón, pero ha sido de repente. Y según hemos buscado, parece ser que Lucille Sole también ha dejado su labor en la casa del conde.
—Eso solo puede significar una cosa —respondió Claude, levantándose de su asiento—. Félix, prepara el carruaje, vamos a salir.
Athanasia no se enteraba de qué sucedía. Su padre no solía salir, y nunca había visto a Félix tan agitado, menos cuando su maná se desbordó cuando era una niña pequeña.
El caso era que el emperador había mandado que tuviesen un ojo puesto en el mayordomo de la casa Lumbreu. Si alguna vez sucedía algo fuera de lo normal, deberían comprobar la situación y, luego, revisar a la sirvienta. Todo sería informado al emperador, pues este quería saber lo antes posible si se presentaba la situación del regreso de Cyel, lo que tenía bastantes posibilidades en el momento actual.
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Miss You ||| Princesa Encantadora
Fanfiction🇲 🇮 🇸 🇸 🇾 🇴 🇺 Pasaron muchos años desde la amarga despedida que tuvieron Cyel y Claude. Después de tanto tiempo y sin tener idea alguna, el emperador había pensado que fue su culpa que la chica se marchara. Si alguna vez la volvía a ver, se...