NEREA
Con solo poner un pie en la estancia ya me entra frío. Intento evitar que mi cuerpo se sacuda, pero no lo consigo. Me restriego las manos para calentarlas, porque ni los guantes me ayudan a entrar en calor. Sigo a la encargada de llevarme hasta la sala de visitas en completo silencio. Ella trata de mostrarse amable, de explicarme cómo se ha encontrado desde la última vez que vine a verla, justo el día de navidad.
Llegamos a la sala y me indica una mesa libre donde sentarme a esperar que llegue. Inconscientemente empiezo a mover las piernas nerviosa. Cuando me doy cuenta de que lo estoy haciendo, tampoco me detengo, necesito sacar los nervios de alguna manera. A mi alrededor hay más familias reunidas. Más vidas rotas. Algunos lloran. Otros ríen. Otros simplemente conversan. Una pareja discute, ella parece harta de esperarle. Cómo la entiendo a ella, y cómo entiendo la frustración que él debe sentir. El enfermo es el primero que quiere recuperarse, pero no es fácil. Nada en esta jodida vida es fácil.
Cuando la puerta del otro lado de la sala se abre y veo a mi madre entrar, se me coge un nudo en el estómago. Camina arrastrando un poco los pies y con los hombros caídos. En su rostro se ve reflejada la pena con unas grandes ojeras y unos labios que fuerzan una sonrisa al verme. Tiene solo 44 años, pero aparenta diez más. Incluso veinte, si me apuras. Las sienes ya las tiene canosas, sus ojos y comisuras están llenas de arrugas, y tiene las manos salpicadas de manchas. Unas manos que agarro y me aferro a ellas una vez que se sienta frente a mí.
Siempre nos ocurre lo mismo. Nos miramos sin saber qué decirnos al principio y conteniendo ambas la emoción. Tengo que tragar saliva varias veces y hacer de tripas corazón antes de decirle un simple:
—¿Cómo estás? Me han dicho que estás leyendo mucho últimamente. Te he traído una cosa.
Saco de mi mochila con cierta torpeza, porque las manos me tiemblan de puro nervio, un libro que compré en una librería antes de llegar aquí con lo poco que he podido ahorrar en los últimos meses. Es una edición muy bonita, en tapa dura y rosa. Pero no un rosa fuerte, sino cálido. Se lo entrego y su mentón tiembla ligeramente. Lo agarra con las manos tan temblorosas como las mías. Lo acaricia con dulzura y lee el título en voz alta.
—Una habitación propia, de Virginia Wolf. Muchas gracias, hija. Lo leeré con gusto.
Pone el libro sobre su regazo. Con una mano sigue sosteniéndolo, pero con la otra vuelve a agarrar mi mano. Mi madre lleva en este centro de rehabilitación casi un año. Cuando se enteró que su marido y su hermana se estaban liando a escondidas de ella, cogió tal depresión que empezó a beber alcohol y luego a tomar sustancias. No levantaba cabeza. El divorcio y la pérdida de la custodia de sus hijos por culpa de las adicciones, la destruyeron. Y nos destruyó a mi hermano y a mí.
—¿Cuándo va a venir Adrián a verme?
La pregunta de mi madre me pone tensa, aunque lo disimulo para no preocuparla. Yo lo estoy llevando mal, pero el que peor lo está llevando es él. Adrián es el primogénito, el que más tiempo ha convivido con mi madre, y al que más le dolió perderla de su lado. Siempre ha sido un madrero, yo he estado más a mi bola, aunque ahora me haga más falta que nunca en mi vida. Es por esto que casi nunca viene a visitarla, y cuando lo hace es porque yo le insisto hasta conseguirlo. Él dice tenerle rencor por volverse adicta y abandonarnos, pero en el fondo sabe que ella no tiene culpa, está enferma y necesita sanar. No viene a verla porque le duele, porque se rompe en mil pedazos al verla así de consumida por la bebida y las drogas.
—Y-ya sabes que está muy ocupado en-en el bar, nos va muy bien el negocio y-y necesitamos todas las manos posibles —le excuso aun sabiendo que es una mentira a medias.
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¿El amor puede sanar?
RomanceAlmudena y Nerea tendrán que hacer juntas un trabajo para clase. Hasta ese momento no se habían dirigido la palabra, pero ahora deberán aprender a trabajar juntas y llevarse bien. A pesar de las diferencias que pueda haber entre las dos jóvenes de f...