LA CELDA (Parte VIII)

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Día 8

Johan se alimentaba en la oscuridad. El hambre que sentía era demasiado antigua e implacable para tratarse del apetito de un ser humano. Parecía una necesidad ajena, venida desde otro lado, proyectada de alguna manera sobre él para que ayudara a saciarla. Pero a la vez, Johan era el alimento. Continuó su festín, arrancaba trozos, masticaba carne y tendones con la cara llena de sangre; tuvo la vaga conciencia de lo que estaba haciendo, pero no le importó, su deber era continuar.

«Es como un parásito», pensó. «Entra en la mente, aunque no de manera física, y comienza a desarrollarse».

Después de un rato, la puerta de la celda se abrió, dejó entrar una luz tenue que bañó la grotesca escena y Johan se volvió hacia la silueta que estaba de pie al otro lado de la puerta.

—Estamos listos —informó la voz ronca del desconocido y luego desapareció por el pasillo dejando la puerta abierta.

Johan se levantó y salió de la celda, la mayor parte de Billy se quedó tras de él, tendida sobre un charco viscoso en el suelo.

Llevaba puesto un traje de minero de color naranja con los emblemas de la compañía cuando salió de la Sovereign e inició su caminata sobre el terreno pedregoso del asteroide junto a todos los otros ingenieros, técnicos, obreros, supervisores y tripulantes que avanzaban rumbo a la cueva arrastrando entre gritos y forcejeos a todos aquellos que aún se resistían al influjo de la colmena.

Pasaron junto al cráter donde el equipo de la demoledora se había propuesto a extraer el barylio 78 y, de pronto, Johan tuvo la seguridad de que el yacimiento no existía, nunca fue real, era todo un truco ideado para atraerlos como moscas directas a una planta carnívora, la cual te muestra lo que quieres ver. Lo mismo le pasó a la tripulación de la nave perdida.

Comenzaron a bajar internándose en la cueva hacia ese brillo misterioso e infinito y los filamentos ubicados en las paredes reaccionaron con leves movimientos espasmódicos mientras la canción de chirridos se intensificaba y los pocos tripulantes que aún se resistían empezaban ahora a andar por su propio pie, atraídos por el resplandor.

Siempre fue por el resplandor.

«Este asteroide está vivo», pensó Johan con una sonrisa de auténtica fascinación en el rostro. «Y tiene hambre...».

                                                                                                 FIN

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