Prólogo

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—¡¿Qué dices?! —exclamó Adrien con asombro

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—¡¿Qué dices?! —exclamó Adrien con asombro.

Marinette asiente y ambos ignoran los gritos que Emma, Hugo y Louis no dejaban de propinar desde hace un rato.

—Lo que oyes, amor —anuncia Marinette con tristeza—. ¡Estamos quebrados!

—¡No!

Era hora. Adrien jamás había padecido algo así. Siempre vivió rodeado de dinero y era feliz. Nunca se imaginó que su asombrosa esposa pudiera perder una cantidad millonaria por una mala colección.

¡¿Cómo era posible tanta mala suerte?!

—Bien, no pasa nada, Marinette —dijo, caminando sobre su lado de la cama sin parar—. Hemos ahorrado mucho dinero, somos unos excelentes ahorradores —Se convence a sí mismo, tomándola de los hombros—. Tranquila, seguramente podremos sobrevivir, ¿verdad? Estamos bien, vivimos en una enorme casa, nuestros hijos tienen salud y nos tenemos a nosotros —Marinette le sonríe y le da un beso corto a su paranoico esposo quien sonrió bobamente—. Además, mi padre sigue siendo rico, así que en cualquier emergencia, tendremos su dinero a su disposición.

Su padre aún era un hombre muy complicado, pero Adrien era su único hijo no podría ser tan cruel con él, ¿o sí?

Marinette le sonrió con dulzura.

—Me alegra que lo entiendas, mi gatito.

***

—¡Papá!

Adrien salió disparado al auxilio que su hija le exigía con sus gritos.

—¿Qué sucede, Emma?

—¡Nos están corriendo de la casa! —le gritó la niña que no paraba de llorar.

Louis y Hugo que aún no eran capaces como para entender a los hombres de negro que traían una orden de alojamiento le siguieron la corriente con los lloriqueos de Emma.

Adrien se asomó a la puerta y vio como Marinette conversaba con esos hombres serios y fornidos que podrían intimidar a cualquiera.

No hizo ni un esfuerzo por calmar a sus hijos, sabía que sería inútil. Salió de su casa y se acercó a la banqueta donde se posó el gran camión.

—Espere, por favor, mis pequeños están ahí —suplicó Marinette—. ¿No podrían desalojarnos en algún otro momento?

Por más que quisiese convencerlos, Marinette tenía la vaga idea de que esos hombres no accederían. Y así fue, ni siquiera la duda se presentó en su mirada cuando pasaron por encima de ella.

Adrien llegó junto a ella y Marinette lo miró con tristeza.

—Lo siento, Adrien —le comenta—. No pude a hacerlo.

Adrien le acaricia una mejilla con dulzura, esperaba con eso decirle a su mujer que lo entendía.

—Ahora iré yo a convencerlos de que dejen mi casa —dijo con decisión. 

Adrien regresó a la casa de la cual ya estaba desalojando los muebles.

—¡Mamá! 

Los tres niños corrieron a los brazos de su madre, mientras que Adrien entraba a la casa a discutir con esos hombres fornidos que no daban signos de amabilidad.

—No quiero dejar mi casa —dijo Hugo lleno de tristeza.

Marinette le acarició su cabello rubio, un gesto que le brindo calidez a su hijo.

—Hugito, no vamos a dejar nuestra casa, papi lo va a arreglar.

La emoción de los niños volvió con las palabras sabias de una madre que siempre tiene la razón. Cuando Adrien salió corriendo de la casa y detrás de él lo venían siguiendo los hombres con enojo, esa paz se acabó.

—¡Corran!

Adrien al llegar junto a ellos, cargó a Emma quien era la más grande y Marinette a sus dos más pequeños antes de ponerse a correr en dirección contraria a los hombres que parecían que los querían matar.

Marinette no supo que fue lo que Adrien les dijo, pero no tenía dudas de que sería la última vez que lo dejaba intentar que el banco no les quite la casa. Es una lucha imposible de vencer.

Lo bueno es que sus hijos olvidaron el mal rato y se divirtieron viendo el temor de Adrien, mientras corrían por la acera. Al menos, Adrien siempre sabía como hacerlos reír.

***

—¿Dices qué viviremos en la casa de tus padres ahora? —exclamó Adrien, señalando la panadería.

Adoraba a sus suegros, pero no es lo mismo que vivir con ellos. A él le gustaba tener privacidad con Marinette y estar bajo el mismo techo que sus padres, podrían complicarle sus escapadas nocturnas.

Aunque no iba a negar que despertar con el aroma a croissant cada mañana le alegraría el día.

—Sí, ¿o tienes algún otro lugar a donde ir? —le pregunta Marinette con seriedad.

¿Acaso Adrien estaba menospreciando la casa de sus padres?

—¡Sí, abuelo, quiero más postre! —exclamó Emma desde adentro de la panadería.

Marinette y Adrien aún estaban afuera, esperando a que Adrien termine de asimilar lo que le estaba sucediendo.

La pobreza no era jamás algo fácil de asimilar.

Adrien abrió la boca para responder su pregunta, pero no pudo sacar nada de ella. Realmente no tenía ningún otro lugar al que ir. Y tener a su padre y a Nathalie junto a él no lo dejaba siquiera tener esperanzas de encontrarlo.

—Adrien, ya déjalo —dijo Gabriel que se esforzaba por no mostrarse contento—, los Dupain-Cheng nos ofrecieron su casa, no podemos dejarlos esperándolos.

Gabriel entró, dejando que el olor a pan recién horneado llenará su corazón helado. Nathalie lo siguió con seriedad y blanqueó los ojos ante la actitud inmadura de su jefe. Él creía que nadie se daba cuenta, pero todos aquí sabían la razón por la que Gabriel amaba a Marinette como nuera.

El pan a la alcance de tu mano siempre era lo mejor del mundo.

Adrien golpeó su cara con una mano de la desesperación. Definitivamente, alguien le había hecho un embrujo a él y a toda su familia para que todos terminaran en banca rota.

Y así, Adrien, Marinette, sus hijos, los Dupain-Cheng, Gabriel y Nathalie terminaron viviendo en la misma casa.

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¡Nueva historia!

¿Qué les pareció?

Ya volví, y estaré aquí para concluir mis demás historias y corregir otras.

Hasta la próxima.

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¡Todos en la misma casa!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora